Relato “Esto no me puede estar pasando
a mí”, primero de los recuerdos entregados por los lectores que desean
preservarlos del paso del tiempo.
¿Quieres contarme
tu recuerdo?
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Érase una mujer, como otras muchas, obligada a
hacerse a sí misma. Madera noble y escasa, viviendo en el destierro, aunque
también lejos del Bosque de la Confusión.
Demasiado buen leño al alcance de los que no aprecian
lo auténtico y, torpes, conversan sobre el invisible y preciado fondo de las
cosas hermosas de la vida, cuando ellos sólo viven en la ruda y áspera corteza.
La mejor leña, sin duda, por su afilada mirada, la
calidez de sus entrañas y la fortaleza de su alma leonada. Las ramas verdes,
sus valiosas ramas verdes, no volverá a cercenarlas. No permitirá que nadie la
mutile nunca más. Y, sin embargo, habita el triste desengaño en el
universo de las mujeres que entregan, aun hoy, sombra y sostén a los extraños
que la rondan.
Así, pues, quienes más la pretendían eran varones
tuertos, incapaces de apreciar la enorme diferencia entre bondad y estupidez.
Sólo alguna vez, muy de tarde en tarde, era
sorprendida por algún inusual gesto amable. Y, entonces, el milagro; reverdece
la tierra yerma, la aridez se torna en inagotable cosecha. Nuestro árbol se
alza, levantándose sobre cualquier adversidad y estalla, sí, estalla como una
inmensa galaxia de dones y fecundidad, imitando sin recato al dorado girasol
que la alumbra.
Ésta es una de esas veces. Ella lo está conociendo.
Él, alguna que otra vez, se ha ofrecido a bajarle la luna. Ambos se gustan,
pero la luna sigue allí, donde siempre. Acaso el temor a las consecuencias.
Miedo a los eclipses que pudieran provocarse. Él cree que es muy fácil cometer
un error y que, ausente la luna de su domicilio, las salvajes mareas arrastren
a los niños de la playa.
Aquella linda noche se convertiría, sin ella saberlo
aún, en la más bonita de cuantas habían compartido. También ignoraba que sería
la última que gozarían juntos.
Se citaron por la tarde, en pleno barrio de San
Nicolás, en Las Palmas de Gran Canaria. Paseando, él le señaló un ruinoso
edificio abandonado, y le aseguró que, algún día, sería suyo.
-Ahí donde lo ves, todo destartalado, yo imagino un
acogedor hotel…
Aquellas afirmaciones no sonaron extrañas a los
oídos de un árbol que, desde hacía unos años, volvía a permitirse el lujo de
pocos, soñar.
(Foto de Nel Morales)
Empezamos
bien,
se dijo ella. La noche huele a magia. Cierto hechizo de dulce y erotismo se
derramó sobre toda Vegueta, desde El
Guiniguada hasta La Portadilla.
Incluso desde Malteses, donde los
vieron pasear, se podía percibir algo extraño en el aire. La luna brilló sobre
el barrio como no lo hizo en ningún otro rincón de la ciudad. Y los labios de
sus apasionados hijos pusieron el resto.
-¿Es cierto que se trata de su última noche? –le
preguntó intrigada la Señora Lechuza. La luna, dama astuta y discreta donde las
haya, no dijo ni mu y se limitó a centellear con más vigor.
Entonces, los amantes recorrieron las empedradas
calles, y se regalaron las más diversas conversaciones; las risas, siempre
presentes. También alguna mirada varonil que -sutilmente- se deja caer sobre la
blusa negra de ella, perdiéndose, de soslayo, tras las leves transparencias.
Ella escuchó los tímidos pasos que él, con ojos curiosos, dio sobre su piel
iluminada. Y ahí quedó.
Luego, inesperado encuentro con amigos del chico, a
los cuales les presenta a ella como su compañera. Verdad. Satisfacción. Verdad incierta,
última noche.
La última noche juntos, ya en casa de él, narrada
con letras imborrables que –con delicadeza- se escriben sobre los versos de un
viejo bolero, o dos. Inmemoriales canciones con aroma a madera canela,
guitarra, licor y café. También perfumes que se mezclan al compás de las
candelas que alumbran la estancia en penumbra.
-Cierra los ojos –le pidió a la chica. Conforme. ¡Qué generoso!, pensó ella.
Cuando el amante dispuso lo necesario para ofrecerle
un masaje, nuestra mujer, recuerden, erigida con robusto ladrillo y vigorosa
sangre de drago, echó a llorar. Llanto dichoso al descubrir que la semana tiene
más de siete días, y que aquella era una noche huérfana hasta de nombre. Lloro
y éxtasis para reconocer, con sólo ocho palabras, que esto no me puede estar pasando a mí. Lágrimas que son el dialecto
perdido con el que se expresa el ser repleto de sí mismo; sollozo que esconde
el aullido del regreso, aunque eventual, a la manada a la que pertenecemos.
-Esto no me puede estar pasando –insiste.
-Sí, querida –replica la noche, anfitriona de esta
velada para dos. Y su melódico murmullo no dejó de escucharse: tras las vivas
llamas de las velas; cuando él tomó el cuerpo de ella y lo colocó sobre el
espléndido altar consagrado a los amantes. Allí, con tiento y hábiles manos, lo
ungió con entera dedicación, mientras un fresco e impetuoso arroyo rubí se
derramaba de boca en boca. De piel a piel, el líquido los embelesa sin remedio.
De labio a labio, jugosas uvas que explotan y dejan ver su tierna carne,
anticipando el placer venidero.
Lo vieron las dos copas de vino, vivo y grana,
consagrado por y para ellos. El cristal vio que también ella ungió el cuerpo de
él, sorprendido. Y se repartieron, de nuevo, los mismos dones, alimento
inagotable y perpetuo. Porque los amantes, estos fecundos amantes, se ofrecen
alimento sin pensar, insensatos, que las madrugadas de cortejo y placer, por
muy mágicas que puedan llegar a ser, son finitas.
No pocas veces, y éste es caso, tras las noche más
hermosa se esconde el adiós.
Y el pilar, la bonita fuente de piedra -con relieve
de leones- que mira a un viejo edificio abandonado en San Nicolás, ya no regala
su agua a cualquiera. Dejó de creer en promesas. Ya no espera por alguien, ni
observa a las parejas que prometen lunas. Sólo cree en su alma leonada, que ya
es bastante.
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