martes, 5 de septiembre de 2017

Mermelada de Recuerdos (I): "Esto no me puede estar pasando a mí"

Relato “Esto no me puede estar pasando a mí”, primero de los recuerdos entregados por los lectores que desean preservarlos del paso del tiempo.
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Érase una mujer, como otras muchas, obligada a hacerse a sí misma. Madera noble y escasa, viviendo en el destierro, aunque también lejos del Bosque de la Confusión.
Demasiado buen leño al alcance de los que no aprecian lo auténtico y, torpes, conversan sobre el invisible y preciado fondo de las cosas hermosas de la vida, cuando ellos sólo viven en la ruda y áspera corteza.
La mejor leña, sin duda, por su afilada mirada, la calidez de sus entrañas y la fortaleza de su alma leonada. Las ramas verdes, sus valiosas ramas verdes, no volverá a cercenarlas. No permitirá que nadie la mutile nunca más. Y, sin embargo, habita el triste desengaño en el universo de las mujeres que entregan, aun hoy, sombra y sostén a los extraños que la rondan.
Así, pues, quienes más la pretendían eran varones tuertos, incapaces de apreciar la enorme diferencia entre bondad y estupidez.
Sólo alguna vez, muy de tarde en tarde, era sorprendida por algún inusual gesto amable. Y, entonces, el milagro; reverdece la tierra yerma, la aridez se torna en inagotable cosecha. Nuestro árbol se alza, levantándose sobre cualquier adversidad y estalla, sí, estalla como una inmensa galaxia de dones y fecundidad, imitando sin recato al dorado girasol que la alumbra.
Ésta es una de esas veces. Ella lo está conociendo. Él, alguna que otra vez, se ha ofrecido a bajarle la luna. Ambos se gustan, pero la luna sigue allí, donde siempre. Acaso el temor a las consecuencias. Miedo a los eclipses que pudieran provocarse. Él cree que es muy fácil cometer un error y que, ausente la luna de su domicilio, las salvajes mareas arrastren a los niños de la playa.
Aquella linda noche se convertiría, sin ella saberlo aún, en la más bonita de cuantas habían compartido. También ignoraba que sería la última que gozarían juntos.
Se citaron por la tarde, en pleno barrio de San Nicolás, en Las Palmas de Gran Canaria. Paseando, él le señaló un ruinoso edificio abandonado, y le aseguró que, algún día, sería suyo.
-Ahí donde lo ves, todo destartalado, yo imagino un acogedor hotel…
Aquellas afirmaciones no sonaron extrañas a los oídos de un árbol que, desde hacía unos años, volvía a permitirse el lujo de pocos, soñar.

(Foto de Nel Morales)

Empezamos bien, se dijo ella. La noche huele a magia. Cierto hechizo de dulce y erotismo se derramó sobre toda Vegueta, desde El Guiniguada hasta La Portadilla. Incluso desde Malteses, donde los vieron pasear, se podía percibir algo extraño en el aire. La luna brilló sobre el barrio como no lo hizo en ningún otro rincón de la ciudad. Y los labios de sus apasionados hijos pusieron el resto.
-¿Es cierto que se trata de su última noche? –le preguntó intrigada la Señora Lechuza. La luna, dama astuta y discreta donde las haya, no dijo ni mu y se limitó a centellear con más vigor.
Entonces, los amantes recorrieron las empedradas calles, y se regalaron las más diversas conversaciones; las risas, siempre presentes. También alguna mirada varonil que -sutilmente- se deja caer sobre la blusa negra de ella, perdiéndose, de soslayo, tras las leves transparencias. Ella escuchó los tímidos pasos que él, con ojos curiosos, dio sobre su piel iluminada. Y ahí quedó.
Luego, inesperado encuentro con amigos del chico, a los cuales les presenta a ella como su compañera. Verdad. Satisfacción. Verdad incierta, última noche.
La última noche juntos, ya en casa de él, narrada con letras imborrables que –con delicadeza- se escriben sobre los versos de un viejo bolero, o dos. Inmemoriales canciones con aroma a madera canela, guitarra, licor y café. También perfumes que se mezclan al compás de las candelas que alumbran la estancia en penumbra.
-Cierra los ojos –le pidió a la chica. Conforme. ¡Qué generoso!, pensó ella.
Cuando el amante dispuso lo necesario para ofrecerle un masaje, nuestra mujer, recuerden, erigida con robusto ladrillo y vigorosa sangre de drago, echó a llorar. Llanto dichoso al descubrir que la semana tiene más de siete días, y que aquella era una noche huérfana hasta de nombre. Lloro y éxtasis para reconocer, con sólo ocho palabras, que esto no me puede estar pasando a mí. Lágrimas que son el dialecto perdido con el que se expresa el ser repleto de sí mismo; sollozo que esconde el aullido del regreso, aunque eventual, a la manada a la que pertenecemos.
-Esto no me puede estar pasando –insiste.
-Sí, querida –replica la noche, anfitriona de esta velada para dos. Y su melódico murmullo no dejó de escucharse: tras las vivas llamas de las velas; cuando él tomó el cuerpo de ella y lo colocó sobre el espléndido altar consagrado a los amantes. Allí, con tiento y hábiles manos, lo ungió con entera dedicación, mientras un fresco e impetuoso arroyo rubí se derramaba de boca en boca. De piel a piel, el líquido los embelesa sin remedio. De labio a labio, jugosas uvas que explotan y dejan ver su tierna carne, anticipando el placer venidero.
Lo vieron las dos copas de vino, vivo y grana, consagrado por y para ellos. El cristal vio que también ella ungió el cuerpo de él, sorprendido. Y se repartieron, de nuevo, los mismos dones, alimento inagotable y perpetuo. Porque los amantes, estos fecundos amantes, se ofrecen alimento sin pensar, insensatos, que las madrugadas de cortejo y placer, por muy mágicas que puedan llegar a ser, son finitas.
No pocas veces, y éste es caso, tras las noche más hermosa se esconde el adiós.
Y el pilar, la bonita fuente de piedra -con relieve de leones- que mira a un viejo edificio abandonado en San Nicolás, ya no regala su agua a cualquiera. Dejó de creer en promesas. Ya no espera por alguien, ni observa a las parejas que prometen lunas. Sólo cree en su alma leonada, que ya es bastante. 

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