El amor ya lo tenía, ahora,
17:35 de una tarde de calima, deseaba sexo. Ella, tan imaginativa cuando de
carne se trataba, creyó que el accidente del café frío derramándose sobre su
falda, era la ocasión perfecta para que los primitivos timbales empezaran a
dejarse oír.
Raúl -mientras ella pasa al
baño, se quita la falda y las bragas, y se introduce en la ducha- comenzó a
escuchar, primero tímidamente, luego a viva voz, el llamamiento de la
percusión. Alerta, lobo. Puedes olerla cerca. Y el agua que cae por el cuerpo
desnudo de ella, tú lo escuchas de lejos, junto a los tambores que tocan a
rebote. Peligro puro. ¿Qué estará
haciendo que tarda tanto?
Ella, zorra embebida en su
fantasía, parece escuchar, sólo ella, el llamado al placer que se está dictando
ahora mismo desde los almuecines de sus piernas. Desde el candente púlpito, donde
cantos de celo y calor se posan, al espirar, sobre sus labios rosa, se está agitando
y gritando al corazón.
Mano derecha, mojados dedos
de la mano derecha directos a palpar los labios; a acudir pronto a la
convocatoria de los sentidos. Y se despertó la pequeña dosis de culpa, sólo la
precisa para vivir plenamente el inminente sexo con aquel macho que merodea
fuera del baño. Raúl está casado… ¿quién
me iba a decir esta mañana que esta tarde, tomando un café frío sucedería un
accidente y, con él, algo fortuito y salvaje que ni él y yo habíamos
pretendido? Algo inesperado. Algo que, desde luego, tiene su morbo.
Afuera, muy cerca, Raúl
recoge el café que se ha derramado; mientras, el repiqueteado trote de un
ejército mercenario de mil caballos indomables estampa su bronco galopar, sus
metálicas pezuñas, sobre el pecho del varón. Ya se siente fauno. Y piensa,
fantasea, con Laura… Ella, a buen seguro,
muy entretenida llevando -una y otra vez- sus salivosos dedos a la entrepierna.
Creía ver el rostro de Laura
colmada de exhalaciones y estrellas fugaces. Y aquello lo ponía muy caliente.
Laura gimió antes de
atravesar las fronteras de lo salvaje desconocido. Se sentía libre de ser ella
misma.
Raúl, aullando con la
mirada, no lo pensó dos veces y se arrancó las playeras. Arrancó con sus patas
delanteras la camisilla, y con las mismas pezuñas dejó al descubierto su
pendular miembro; tambores sacuden la cúspide y responden a aullidos, fragancia
almizclera e imponentes almuecines.
Y con el falo erguido se
acercó a la puerta del baño; tocó con intención de no esperar una respuesta,
sino advertir a la presa de su presencia y la ausencia de escapatoria.
Aun en la ducha, jugando con
su ano, Laura sabe -con certeza- que Raúl, de un momento a otro, arrancará la puerta y saltará hasta entrar
en la ducha, celda en la que estará, a mi entera disposición, para mi pleno
placer sexual.
Saber que su amante será
presa sin escapatoria la ponía aún más cachonda.
Se abrió la puerta y,
¡boom!, hubo fieras copulando, hambrientos zorros jodiendo sin cesar toda
aquella sofocante tarde de otoño calimoso.
Al llegar la noche,
agotados, felices y bien folladitos, hablaron de un montón de cosas que, tras
dos meses de separación por causa del trabajo de ella, merecían ser contadas, y
que el accidente del café había interrumpido.
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