domingo, 12 de noviembre de 2017

El último aliento de Cora James (I)


Nando y Helen se conocieron hace muchos años. Comenzaron a salir juntos en la escuela, cuando las hombreras hacían furor. Y siguieron caminos distintos en ciudades diferentes, cuando a gente de todo el planeta le dio por moverse al ritmo de una sola canción, dicharachera y bailona.
No fue una despedida triste. Ambos, uno en Canarias, la otra en Madrid, volvieron a comprometerse con sendas parejas. Y les fue muy bien. Y el mundo siguió girando; y con él, el recuerdo, el bonito recuerdo, del tiempo que habían compartido. Desde entonces, fueron, el uno para la otra y viceversa, la persona cuya opinión tienes en consideración; el teléfono rojo de la esperanza; con quien echar sapos por la boca sin más consecuencias. Todo eso, y más, durante seis años sin verse las caras.
Pero la vida, que -de tiempo en tiempo- se comporta como una caprichosa diva, los volvió a unir. Los chicos no lo pretendían, pero sucedió. Es cosa del destino, dijo la abuela Trini. Parece una película de Meg Ryan, añadió la hermana tonta de Helen.

Destino o azucarado guión de comedia romántica de los noventa, tú decides; pero lo único cierto es que Nando y Helen, ya talluditos, accidentalmente, se reencontraron en Canarias. Y, sí, fueron felices. Tan moderadamente felices como lo habían sido hasta entonces, pero ahora, juntos. Y, pronto, con una niña, según todos, questápacomérsela.
Los años previos de Helen en Madrid transcurrieron en el Aula de Cine de la universidad. En una suerte de vidas paralelas, también los años previos de Nando en Canarias transcurrieron en el Aula de Cine de la universidad. Porque esta pareja ama el cine.
Y cada viernes, mientras Chet Baker y Ruth Young interpretan Autumn Leaves, a casi dos mil kilómetros de distancia, cada uno de nuestros chicos participa activamente en las sesiones de cine. Helen, en su afán de no dejarse en el tintero ni un solo título que suene a jazz. Nando organizando ciclos sobre James Whale, Lubitsch y Sirk. Un cuarto, dedicado a la leyenda viva Cora James, se resistía a estar listo. Nando había visto sus primeras películas, de la Era Muda, y las últimas antes de retirarse en 1989. Una trayectoria infinita jalonada de éxitos; desde su breve aparición infantil en The Kid (1921), de Charlie Chaplin, hasta la época en que Julia Roberts comenzó a ser conocida.
En el camino, Cora James fue dejando imborrables interpretaciones de femme fatale en el cine negro. Luego, reinó sin que nadie le hiciera sombra en el melodrama sirkiniano. Tomó las riendas de su carrera frente a la tiranía de los grandes estudios, y se hizo con dos estatuillas doradas. Entremedias, un matrimonio, dos abortos y un sonado divorcio. Siempre fue muy reservada con su vida privada, y jamás rindió pleitesía a las envenenadas lenguas de Louella Parsons y la Hopper. Broadway la reclamó una y otra vez, mientras ella recorría la nación -de costa a costa- representando a los clásicos. La reina Hécuba siempre tendrá su rostro; las mismas comisuras mirando al suelo, idénticas mirada y voz, ardorosa y rugiente.
En definitiva, una versátil carrera artística de siete décadas, que llegó a su fin cuando la actriz anunció que vendía su casa en Petit Avenue, Encino, California, y volvía a sus raíces en la costa de Middlesex, Connecticut.
Entretanto, en el génesis del siglo XXI, Helen y Nando, ya papás y con residencia frente al Atlántico, prosperaron. Los avatares de la vida los condujo a lograr bastante de lo que se iban proponiendo. Abrieron su propia empresa, innovadora, humilde pero rentable. Trabajaron duro, pero siempre hubo tiempo para ser padres, amigos y amantes. Moderada y saludablemente felices. Siempre con el cine en sus vidas.
Especialmente, ella, que acabaría teniendo en sus manos la dirección artística del festival de cine capitalino. Curtida en los malabarismos propios de una mujer que trabaja, es madre y, además, sigue formándose, Helen resolvió con solvencia y estilo propio cada una de las ediciones del certamen canario. Nadie dudaba que tuviese la materia prima necesaria para ello.
Durante años, sus ojos habían ido más allá del espejo donde se mira el celuloide, atrapando con los puños de sus manos los artesanos secretos de oficio tan laborioso. Esos preciados secretos los había ido enterrando en sus entrañas, en los ardientes rincones de su creativa mente. Y allí germinaron las semillas que había sembrado. Y sus frutos destilaron estimables aceites; los precisos para engrasar la maquinaria que capta los fugaces reflejos de la realidad y los llena de ésta o aquella fragancia.
Y aunque el cine, por la tortuosa y yerma senda que conduce a lo vacuo, fuera perdiendo su esencia hasta ceder su protagonismo a lo inerte, pueril y virtual, Helen no dejó de poner lo mejor de su saber en el escaparate que, por unos días, convertía la capital en una atalaya de mirada nostálgica. En un suerte de frente de resistencia ante la desertización de la imaginación; en un sincero homenaje al valioso legado dejado por un mundo que nunca existió sino en las mentes y, no obstante, se resiste a desaparecer para siempre.
En esas lides, a dos meses del certamen de 2004, el director europeo invitado, sobre el que se había organizado una minuciosa retrospectiva, de repente, se cayó del programa. El escándalo provocado por la denuncia de abusos sexuales, a varias de las actrices que habían trabajado a sus órdenes, dio al traste con todo. Y hubo que trabajar, intensamente y contra reloj, para dar con un nuevo invitado que cumpliera con el objetivo de sepultar el follón causado, y hacer que se volviera a hablar del séptimo arte y no de sus sanguijuelas.
Y el festival pensó en uno de los últimos mitos vivientes de Hollywood: Cora James. A Nando se le iluminó la cara.
Aunque se sabía que la señorita James, de ochenta y siete años, vivía confortablemente en su propiedad junto al mar, en Old Saybrook, no era menos cierto que, desde hacía más de una década no atendía a nadie, ya fuese de la industria o de los medios de comunicación. Se procuró llegar a ella mediante los pocos compañeros -directores, guionistas y actores- que habían llegado con vida al nuevo milenio. Senda infructuosa. Y el tiempo se echaba encima…
-¿Se te ocurre algo, Helen? –preguntaron en los despachos.
-Sé de alguien que iría nadando a por ella y no volvería hasta tenerla sentada a un lado, en primera clase, sobrevolando el océano… ¿Qué tal un heraldo que se plante en Old Saybrook, a la entrada de la propiedad, frente al viejo cartel de madera que –literalmente- advierte a los curiosos que allí vive una vieja gruñona?


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