Nando y Helen se conocieron
hace muchos años. Comenzaron a salir juntos en la escuela, cuando las hombreras
hacían furor. Y siguieron caminos distintos en ciudades diferentes, cuando a gente
de todo el planeta le dio por moverse al ritmo de una sola canción,
dicharachera y bailona.
No fue una despedida triste.
Ambos, uno en Canarias, la otra en Madrid, volvieron a comprometerse con sendas
parejas. Y les fue muy bien. Y el mundo siguió girando; y con él, el recuerdo,
el bonito recuerdo, del tiempo que habían compartido. Desde entonces, fueron,
el uno para la otra y viceversa, la persona cuya opinión tienes en consideración;
el teléfono rojo de la esperanza; con
quien echar sapos por la boca sin más consecuencias. Todo eso, y más, durante
seis años sin verse las caras.
Pero la vida, que -de tiempo
en tiempo- se comporta como una caprichosa diva, los volvió a unir. Los chicos
no lo pretendían, pero sucedió. Es cosa
del destino, dijo la abuela Trini. Parece
una película de Meg Ryan, añadió la hermana tonta de Helen.
Destino o azucarado guión de
comedia romántica de los noventa, tú decides; pero lo único cierto es que Nando
y Helen, ya talluditos, accidentalmente, se reencontraron en Canarias. Y, sí,
fueron felices. Tan moderadamente felices como lo habían sido hasta entonces,
pero ahora, juntos. Y, pronto, con una niña, según todos, questápacomérsela.
Los años previos de Helen en
Madrid transcurrieron en el Aula de Cine de la universidad. En una suerte de
vidas paralelas, también los años previos de Nando en Canarias transcurrieron
en el Aula de Cine de la universidad. Porque esta pareja ama el cine.
Y cada viernes, mientras
Chet Baker y Ruth Young interpretan Autumn Leaves, a casi dos mil kilómetros de distancia, cada uno de nuestros chicos
participa activamente en las sesiones de cine. Helen, en su afán de no dejarse
en el tintero ni un solo título que suene a jazz. Nando organizando ciclos sobre
James Whale, Lubitsch y Sirk. Un cuarto, dedicado a la leyenda viva Cora James,
se resistía a estar listo. Nando había visto sus primeras películas, de la Era
Muda, y las últimas antes de retirarse en 1989. Una trayectoria infinita
jalonada de éxitos; desde su breve aparición infantil en The Kid (1921), de Charlie Chaplin, hasta la época en que Julia Roberts
comenzó a ser conocida.
En el camino, Cora James fue
dejando imborrables interpretaciones de femme
fatale en el cine negro. Luego, reinó sin que nadie le hiciera sombra en el
melodrama sirkiniano. Tomó las riendas de su carrera frente a la tiranía de los
grandes estudios, y se hizo con dos estatuillas doradas. Entremedias, un
matrimonio, dos abortos y un sonado divorcio. Siempre fue muy reservada con su
vida privada, y jamás rindió pleitesía a las envenenadas lenguas de Louella Parsons y la Hopper. Broadway la reclamó una y otra vez, mientras ella recorría la
nación -de costa a costa- representando a los clásicos. La reina Hécuba siempre
tendrá su rostro; las mismas comisuras mirando al suelo, idénticas mirada y voz, ardorosa y rugiente.
En definitiva, una versátil
carrera artística de siete décadas, que llegó a su fin cuando la actriz anunció
que vendía su casa en Petit Avenue, Encino, California, y volvía a sus raíces
en la costa de Middlesex, Connecticut.
Entretanto, en el génesis del
siglo XXI, Helen y Nando, ya papás y con residencia frente al Atlántico,
prosperaron. Los avatares de la vida los condujo a lograr bastante de lo que se
iban proponiendo. Abrieron su propia empresa, innovadora, humilde pero
rentable. Trabajaron duro, pero siempre hubo tiempo para ser padres, amigos y amantes.
Moderada y saludablemente felices. Siempre con el cine en sus vidas.
Especialmente, ella, que
acabaría teniendo en sus manos la dirección artística del festival de cine
capitalino. Curtida en los malabarismos propios de una mujer que trabaja, es
madre y, además, sigue formándose, Helen resolvió con solvencia y estilo propio
cada una de las ediciones del certamen canario. Nadie dudaba que tuviese la materia prima
necesaria para ello.
Durante años, sus ojos
habían ido más allá del espejo donde se mira el celuloide, atrapando con los
puños de sus manos los artesanos secretos de oficio tan laborioso. Esos
preciados secretos los había ido enterrando en sus entrañas, en los ardientes rincones
de su creativa mente. Y allí germinaron las semillas que había sembrado. Y sus
frutos destilaron estimables aceites; los precisos para engrasar la maquinaria
que capta los fugaces reflejos de la realidad y los llena de ésta o aquella
fragancia.
Y aunque el cine, por la
tortuosa y yerma senda que conduce a lo vacuo, fuera perdiendo su esencia hasta
ceder su protagonismo a lo inerte, pueril y virtual, Helen no dejó de poner lo
mejor de su saber en el escaparate que, por unos días, convertía la capital en
una atalaya de mirada nostálgica. En un suerte de frente de resistencia ante la
desertización de la imaginación; en un sincero homenaje al valioso legado dejado
por un mundo que nunca existió sino en las mentes y, no obstante, se resiste a
desaparecer para siempre.
En esas lides, a dos meses del
certamen de 2004, el director europeo invitado, sobre el que se había
organizado una minuciosa retrospectiva, de repente, se cayó del programa. El
escándalo provocado por la denuncia de abusos sexuales, a varias de las actrices
que habían trabajado a sus órdenes, dio al traste con todo. Y hubo que trabajar,
intensamente y contra reloj, para dar con un nuevo invitado que cumpliera con
el objetivo de sepultar el follón causado, y hacer que se volviera a hablar del
séptimo arte y no de sus sanguijuelas.
Y el festival pensó en uno
de los últimos mitos vivientes de Hollywood: Cora James. A Nando se le iluminó
la cara.
Aunque se sabía que la
señorita James, de ochenta y siete años, vivía confortablemente en su propiedad junto al
mar, en Old Saybrook, no era menos cierto que, desde hacía más de una década no
atendía a nadie, ya fuese de la industria o de los medios de comunicación. Se
procuró llegar a ella mediante los pocos compañeros -directores, guionistas y
actores- que habían llegado con vida al nuevo milenio. Senda infructuosa. Y el
tiempo se echaba encima…
-¿Se te ocurre algo, Helen? –preguntaron
en los despachos.
-Sé de alguien que iría
nadando a por ella y no volvería hasta tenerla sentada a un lado, en primera
clase, sobrevolando el océano… ¿Qué tal un heraldo que se plante en Old Saybrook, a la entrada de la propiedad, frente al viejo cartel de madera que –literalmente-
advierte a los curiosos que allí vive una
vieja gruñona?
No hay comentarios:
Publicar un comentario