miércoles, 23 de mayo de 2018

La Oración de la Guerra (Mark Twain)



Mark Twain (seudónimo de Samuel Clemens) escribió The War Prayer en rechazo a la guerra hispano-estadounidense, por la cual España perdería las colonias de Cuba y Filipinas.
Dado el carácter crítico del cuento con la ciega fe religiosa y el fervor patriótico –con motivaciones bélicas-, la familia de Twain lo convenció para evitar su publicación, bajo el temor de ser considerado como un sacrílego y antipatriota. Así que Twain no vería publicado nunca su texto, que llegó a los lectores coincidiendo con la Primera Guerra Mundial (1914-18).

"Sólo a los muertos se les permite decir la verdad en este mundo; se publicará tras mi muerte" (1), le dijo al ilustrador de su obra, Dan Beard; Twain sentía que había traicionado a su conciencia no habiendo cumplido con su propósito de publicar la obra. Hoy, más que nunca antes, La Oración de la Guerra sigue vigente.

(1)Albert Bigelow Paine (1912). Mark Twain: A Biography: The Personal and Literay Life of Samuel Langhome Clemens (Harper & Brothers.)



Érase una vez un tiempo, no muy lejano, de exaltados sentimientos de excitación. El país estaba –una vez más- en armas; la guerra vibraba en cada pecho, que ardían por el sagrado fuego del patriotismo. Los tambores en su redoble, las bandas de música tocando, los niños disparando sus pistolas de juguete, y los fuegos artificiales pitando y estallando en infinitas chispas. En cada mano, tejado y balcón, brillaba bajo el sol, una agitada y salvaje marea de banderas. Cada día, los jóvenes voluntarios marchaban –alegres y apuestos- con sus nuevos uniformes por la amplia avenida, mientras sus orgullosos padres, hermanos y parejas, los vitorean con voces ahogadas de feliz emoción.
Por las noches, en abarrotadas reuniones se escuchaban discursos patrióticos, únicamente interrumpidos por vendavales de aplausos, que conmueven profundamente los corazones y hacen brotar las lágrimas. En los templos, los sacerdotes predicaban devoción a la bandera y al país, invocando para ello al Dios de las Batallas, rogándole su ayuda en nuestra buena causa con tantísimo fervor que quienes escuchaban se conmovían. Fue, en verdad, un tiempo feliz y afortunado; y los pocos que se atrevían a criticar la guerra y arrojar una sola duda sobre su justicia, directamente recibían una advertencia tan severa y furiosa que, por su propia seguridad, rápidamente retrocedían, se ocultaban y no volvían a ofender con sus reproches.
Llegó la mañana del domingo -un día antes de que lo soldados partiesen al frente de batalla-, y la iglesia estaba rebosante. Allí estaban los voluntarios, con rostros jóvenes iluminados por sueños bélicos. ¡Visiones de duros avances, aumentando la velocidad, el ataque rápido, los sables relucientes, la huida del enemigo, el tumulto, el humo envolvente, la persecución encarnizada, y la rendición del contrario! Después, ya en casa, ¡los héroes condecorados, bienvenidos, adorados, inmersos en un dorado mar de gloria!
Junto a los voluntarios están sentados sus seres queridos, orgullosos y felices, envidiados por los vecinos y amigos que no tienen hijos y hermanos que enviar al campo de batalla y honor, a donde van a vencer por la bandera o a morir en la más noble de las nobles muertes. El servicio religioso continuó, leyéndose un capítulo del Antiguo Testamento sobre la guerra. Se leyó la primera plegaria a Dios, seguida del estruendo del órgano que sacudió todo el templo, y de la muchedumbre que se levantó apasionadamente, con brillo en los ojos y corazones palpitantes de emoción, invocando a Dios: ¡Señor Todopoderoso!, ¡Tú que ordenas, el trueno es tu trompeta, el rayo es tu espada!
Después vino el rezo largo. Nadie recordaba algo igual dada lo efusivo de la oración, de bello y conmovedor lenguaje. El objetivo de la súplica era que nuestro amado Creador cuidara de nuestros jóvenes y nobles soldados, ayudándolos y confortándolos en su labor patriótica. Se pedía al Creador de todos nosotros que derramara sobre ellos su divina protección, siendo su escudo en el peligro de la batalla. Se le rogó al Creador que los resguardase con su poderosa mano, haciéndolos fuertes y seguros, invencibles en el sangriento combate. Se imploró al Creador que les ayudase a aplastar a los enemigos, concediéndoles -tanto a ellos como a su bandera y patria- el honor perpetuo y la gloria.
En esto que entró al templo un extraño, un anciano que avanzó con paso lento y silencioso por el pasillo, con sus ojos puestos en el sacerdote. El viejo era alto, vestía una túnica que le cubría hasta los pies, y su cabeza estaba descubierta, dejando que su blanquecino cabello cayera sobre los hombros. Su rostro parecía sucio, excesivamente pálido, casi cadavérico. Todas las miradas seguían sus silenciosos pasos con extrañeza. Sin pausa alguna, el extraño subió al altar donde estaba el sacerdote y se quedó inmóvil junto a él. El clérigo, con los ojos cerrados, no se había dado cuenta de su presencia, así que continuó con sus emotivos rezos, que acabaron cuando pronunció este ardiente llamamiento: ¡Bendice nuestras armas y concédenos la victoria, Señor nuestro, Dios protector de nuestra tierra y bandera!
En ese momento, el extraño tocó su brazo y le hizo un gesto para que se apartara a un lado, cosa que el desconcertado sacerdote hizo. El viejo ocupó su lugar en el altar y, durante unos instantes, contempló con ojos solemnes –cargados de una extraña luminosidad- a los embelesados asistentes. Acto seguido, con voz profunda, habló: ¡Vengo del Trono de Dios Todopoderoso, portando un mensaje suyo!
Sus palabras resonaron en el templo sacudiéndolo; si el extraño lo percibió no hizo ningún caso, y prosiguió: El Creador ha escuchado la plegaria de vuestro sacerdote, y le concederá lo que ha pedido, si ese es vuestro deseo. Pero antes, yo, su mensajero, tengo que explicaros el significado de esa petición; es decir, todo su significado. Pues sucede lo que en la mayoría de las plegarias de los hombres, que se está pidiendo más de lo que se es consciente. Ocurre así por falta de prudencia y entendimiento. Vuestro sacerdote ha elevado su oración. ¿Ha reflexionado sobre ella? ¿Ha sido una plegaria o han sido dos? Dos han sido; una la ha pronunciado, la otra la ha callado. No obstante, ambas han sido escuchadas por Aquel que todo lo escucha. Considerad lo que os voy a decir y no lo olvidéis. Si rezáis una plegaria pensando sólo en vosotros, tened cuidado de que no estéis invocando –al mismo tiempo- una maldición para vuestro vecino. Si rezáis para que vuestros cultivos sean bendecidos por la lluvia, puede que –sin saberlo- estéis pidiendo en perjuicio del campo de vuestro vecino, que no necesita esa agua. Habéis escuchado la plegaria de vuestro sacerdote, mientras que Dios me ha encargado de poner en palabras lo que él ha callado, la otra parte que él, como vosotros en vuestros corazones, fervientemente habéis rezado en silencio. ¿Con ignorancia y sin reflexión? ¡Dios da por hecho que así fue! Habéis escuchado esas palabras: ‘¡Concédenos la victoria, Oh, Señor Nuestro Dios!’ Eso es suficiente. La plegaria pronunciada está unida a esas trascendentes palabras y no necesitan más aclaración. Cuando habéis rezado por la victoria también lo habéis hecho por las muchas consecuencias no mencionadas que resultan de esa victoria. El atento espíritu de Dios consideró también lo que no expresó vuestro sacerdote, y me encargó que lo expresara con palabras. ¡Escuchad!: ‘Oh, Señor, Padre Nuestro, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones, se dirigen a la batalla. ¡Permanece cerca de ellos! Con ellos, en espíritu, vamos nosotros, dejando atrás la dulce paz de nuestros hogares para aniquilar al enemigo. Oh, Señor, ayúdanos a hacer pedazos a sus soldados, convertidos en despojos con nuestros disparos. Ayúdanos a cubrir sus campos con la palidez de sus patriotas muertos. Ayúdanos a ahogar el trueno de sus cañones con los chillidos de sus heridos, que se retuercen de dolor. Ayúdanos a arrasar sus humildes hogares con un huracán de fuego. Ayúdanos a retorcer los corazones de sus inocentes viudas con una aflicción  innecesaria. Ayúdanos a dejarlas sin hogar con sus niñitos, para que deambulen con sus miserias por la tierra desvastada, con harapos, hambrientos y sedientos, bajo las llamas del caluroso sol y los helados vientos del invierno;  con el alma quebrada, agotados por las penalidades, te imploramos que tengan por refugio la tumba. Por nuestro bien, el de quienes te adoramos a ti, Señor, ¡destroza sus esperanzas, arruina sus vidas, alarga su amargo éxodo, haciendo que su andar sea una carga, que su camino les ahogue en lágrimas, manchando la blanca nieve con la sangre de sus  pies heridos! A ti, Fuente de Amor y refugio seguro, amigo de todos los acosados por el dolor, te lo pedimos animados por el amor, con corazón humilde y apenado. Amén.
El anciano hizo una breve pausa y acabó diciendo:
    -Así es como lo habéis rezado. Si todavía deseáis el cumplimiento de esta plegaria, ¡hablad! ¡El mensajero del Altísimo aguarda!
    Pero nadie dijo nada. Más tarde se creyó que aquel hombre era un loco, pues nada de lo que les había hablado tenía sentido.

Traducción de Tavo de Armas.

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