jueves, 16 de noviembre de 2017

La Puerta (XI) Vetusta Marquesa de la Impostura


La primera vez que Daniel P.G. tuvo contacto con el más allá, fue con catorce años. La bruja de su abuela aún reinaba en la centenaria casona familiar que se levanta en plena Vegueta. Y hasta allí fue el pequeño Daniel, con el triste objetivo de prestarse a ser el blanco de las habituales crueldades de la vieja. Nadie apostaría que la adorable anciana que, religiosamente, cruza la calle con su silla de ruedas para ir a misa, es un bicho de la peor especie. Que le pregunten a sus agradecidos pobres, a los que no descuida ni en fiestas de guardar. La adoran. Idolatran a la dulce Doña Marta, esa minúscula criatura de porcelana sobre ruedas, que parece que se va a romper de un momento a otro.

Daniel fue, hasta esos catorce, el constante mensajero de su madre, enviado allí para recibir la limosna que permitiera a la familia llegar a fin de mes. Doña Marta jamás ha aceptado a la mujer que su hijo eligió para ser su esposa.
Lo realmente importante es que Daniel P.G. nació para ser involuntario mensajero, a cadena perpetua, por los siglos de los siglos. En el pasado daba las malas nuevas al fósil de su despreciable abuela. En la actualidad, ante todo su pueblo, el chico es uno más de los miles y miles de recaderos del más allá, correos de sólo dios sabe qué mundos.
La amarga visita de aquel pibe de catorce años a la, aparentemente venerable Doña Marta, coincidió con una de esas tormentas que, por ser pocas y muy escandalosas, son memorables. Levantabas la  mirada a los riscos y veías, iluminada con el plomo que explota en los cielos, la silueta de la ciudad.
El niño llegó empapado. Ni una toalla, oiga. Lo recibió en el más pomposo y recargado de sus salones. Le esperaban tres galletas y un mustio vaso de leche fría. Todo ello, generosamente aderezado por un enorme racimo de reproches de la más baja estofa. ¡Vaya lengua de víbora tenía la hembra! Metida a fondo en la regañina, caída eléctrica. Cerillas, candelabro; se hizo la luz. Una luz distinta para los ojos de Daniel. La iluminación se redujo, y la tez de la abuela Marta adquirió un tono más marmóreo del habitual. Su represora voz se entremezclaba con la bronca percusión que rompía la ciudad de arriba abajo. Y cae el diluvio en el patio de la casa.
El diluvio se quedó mudo. Literalmente. Cesó todo sonido. Pero el agua siguió cayendo a cántaros. Sólo el niño pareció darse cuenta de lo que había ocurrido. La abuela no interrumpió su discurso. No, al menos, hasta que surgió la luz. Una inesperada luz que comenzó a brotar, bajo una puerta, como un naranja manantial que tiene vida e inteligencia propias.
Y la luz, como una pella amorfa y con vibraciones febriles, con zumbido de grueso aguijón y lengua de vinagre de manzana, comenzó a moverse, arrastrándose lentamente por la moqueta, rozándola con sus escamas y antenas, sin que provocase ni un solo ruido. Y, sin embargo, pareciera que de esa luz hubiera partido una atronadora voz que ha paralizado al chico. Quiere moverse, pero no puede.
Es inútil, Daniel. Cualquiera que haya soñado con la pella de luz, sabrá que todo esfuerzo por alejarse de esa fuerza que te atrae es en vano. Pero él lo intenta.
-¡¿Qué te sucede ahora, niño?!
-Esa cosa… -balbuceó señalando al suelo.
Y la luz serpentea. Y la doña trata de afinar la vista. Y también ella es testigo de aquel misterioso suceso. A diferencia de Daniel, no se asusta con lo que ve. No. Sonríe y mira al techo.
-Ave María, bendita tú eres…
Daniel no puede creer lo que está viendo. Realmente, acabará creyéndolo. Más difícil lo tendrá para entender cómo aquella luz lo había paralizado con ojos de jineta y hocico de rata.
Partió de la puerta… Va directa hacia la abuela, pensó.
En efecto, la luz se plantó frente a la silla de ruedas de la anciana, desapareciendo a medida que se concentraba bajo ella. Luego, un resplandor sordo envolvió a Doña Marta.
Y la parálisis desapareció del chico.
Toda la experiencia debió durar aproximadamente un minuto. Con el resplandor final regresó el sugerente sonido de la lluvia en el patio. Y con la lluvia de cortina, se dibujó la risa perturbada y nerviosa de la vieja de la casona. La mujer agarró la silla como si sus puños blandieran pesadas espadas. Y, sin apenas esfuerzo, se levantó del obligado trono desde el que había reinado desde la juventud. Desde el mismo momento en que, montando a caballo, confundió a un corcel liberto con un débil penco. El abuso de la fusta trajo el resto. Inoperable.
Setenta años después, sus pies andaban robustos. Y los ojos de Daniel, paralizados, como dos afilados anclas, cayeron sobre la imagen de aquella vetusta Marquesa de la Impostura, que hace la señal de la cruz y murmulla sus versos satánicos.
Daniel abandonó la casa con las patas que le llegaban al culo. Y no habló con nadie de lo sucedido. Hizo bien. Nadie, absolutamente, nadie le habría creído.
A la mañana siguiente, Las Palmas amaneció como una niña linda, perfumada de salitre y vestida de azul. Vegueta vio remozadas las piedras sobre las que se fundamenta. Y en la casona de Doña Marta, Dama de Santa María de la Calumnia, en la cama, un cadáver con evidentes signos de violencia. Unos ladrones entraron en la madrugada, robaron todo lo habido y por haber, y cortaron el gaznate de la gallina vieja.
Daniel P.G. sabe lo que es tener al demonio en la familia. Supo de la Puerta desde mucho antes que el resto. Y no cree en los milagros. Ha visto lo que ha visto, y sabe que hay cosas sobrehumanas, pero no necesariamente divinas.

¿Te vas a quedar sin leer el siguiente capítulo?

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