miércoles, 12 de septiembre de 2018

Charada en Roma - I - El muerto al que sorprendió el divorcio


I
El muerto al que sorprendió el divorcio

Cuando comenzaba a clarear sobre la extensa y fértil campiña romana, los siniestros y cavernosos graznidos de los cuervos se impusieron al canto de otras aves. Esa mañana, con su gutural kra-kra, heraldos de los peores presagios (los pájaros de ébano, como los llamó Poe), fueron testigos de algo muy desagradable…

Un tren sigue el recorrido del río Tíber, y en pocos minutos, cumpliendo puntual con su cita matinal, se espera que llegue a la Estación de Roma Termini. Nada particular sucedió en la estación esa mañana: el ir y venir de emigrantes, especialmente sardos; la antediluviana marquesina de cemento seguía donde siempre, y nada había perturbado el armonioso aire futurista del edificio. Hasta que llegó el tren procedente de Milán, y se hizo oficial que uno de los pasajeros había desaparecido.
Para ser completamente fieles a la realidad, la acostumbrada normalidad cotidiana se había interrumpido un rato antes, sin que nadie se hubiese dado cuenta, además de los cuervos; cuando el cuerpo sin vida de un hombre de mediana edad había sido arrojado de la veloz máquina procedente de Milán.
Junto a las vías, entre matorrales, el cadáver de Charles Lampert, todavía tibio, será –durante unas horas- objeto de atención de la variada fauna local. Hasta que unos campesinos informaron del trágico hallazgo y la policía se hizo cargo del asunto.
Entretanto, a seiscientos kilómetros de distancia, en la exclusiva Cortina d’Ampezzo, la despreocupada alta sociedad europea disfruta del agradable verano alpino de 1963.
En el corazón de los Alpes Dolomitas, pongamos la mirada en el confortable Miramonti Majestic Grand Hotel. Allí se alojan las elegantes y coloridas damas que (hastiadas de escuchar la palabra negocios de labios de sus maridos) comparten chismorreos, y aspiran a codearse con algún miembro de la realeza europea.
Y, luego, está Reggie, la aburrida señora Lampert (de soltera, Regina Rustonni), por estos días sin apetito alguno de cotilleos. Esta mañana anda absorta en el debate interno sobre la conveniencia o no de proseguir con su matrimonio. Sentada en la soleada y concurrida terraza del Bar Caminetto, disfruta de un refrescante cóctel 501 y, sin embargo, ahí la ven, aislada del resto, rehén de sus profundas reflexiones. Con la mirada perdida en la impresionante panorámica del valle, nada alrededor logra captar su atención. Y eso que Cortina, Perla de las Dolomitas, luce exultante. Además, Reggie, ansiosa por los pensamientos que perturban su paz, ya ha decidido que comerá de inmediato, como una fiera. Toma la carta y elige en abundancia.
Lo primero que se preguntarán es ¿quién es Reggie Lampert? De figura delicada, que no frágil, y rostro angelical, Reggie podría parecernos una más de las muchas señoras que, en solitario o acompañadas de sus esposos, campan caprichosa y despreocupadamente por todos los rincones del hotel, dejando a su paso murmullos cargados de envidia, narcisismo, seducción e incluso odio. Tal juicio sobre ella sería inapropiado. Reggie (aunque sorprenda, sin un gramo de frivolidad), posee un innato e inusual encanto. Se tiene o no se tiene. Como si -con sus treinta y cuatro años- todavía fuese una inagotable fuente de inocencia.
El resto de ella es, igualmente, admirable; y, si bien es cierto que no es la erótica y curvilínea Venus Capitolina, suya es, intuyo, la tersura de su labrado mármol. No es la Bardot, ni falta que le hace. Su figura es, salta a la vista, una fina porcelana de Haviland, la mágica pose de una bailarina.
Reggie podría parecer fría y distante, pero no nos dejemos engañar por la primera impresión: la suya es la sobria belleza con la que la naturaleza dota a sus criaturas predilectas.
Sin artificios ni poses, tras las colosales y negras gafas de sol con las que esconde las expresivas pestañas que protegen su mirada, hay una mujer que desespera por volver a sentirse viva. Quien dice viva dice libre. Odia la rutina y sabe, como buena gata, que vida y libertad, en un mundo como el nuestro, son el único patrimonio que no tenemos derecho a ceder a nadie.
Ensalada, faisanes, vino rosado… Un cremoso espresso puso el punto y final al copioso almuerzo.

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