jueves, 13 de septiembre de 2018

Charada en Roma - II - Anna, regreso a Roma


II
Anna, regreso a Roma

Un cremoso espresso es algo sagrado para una romana. Sin embargo, apenas pudo disfrutarlo, porque un niño -y no uno cualquiera, sino Luigi, el hijo de su amiga Anna-, irrumpiría en escena tomando el rostro de Reggie como blanco de tiro de su nueva pistola de agua. La gracieta del pequeño de siete años no fue recibida con agrado.
En ese sentido, la chica no era –desde luego- alguien condescendiente con los niños maleducados. A decir verdad, la palabra que mejor definió en ese preciso instante a la irritada señora Lampert fue benévola; casi diría clemente. Sus primeros instintos, súbitamente reconvertidos en un estruendoso grito que vocalizaba el nombre Anna, consistían en agarrar al sonriente crío por ambos brazos, acercarlo velozmente a la barandilla y, sin darle la oportunidad de justificarse, arrojarlo al fondo del profundo valle.
Anna se acercó de inmediato, pidiendo disculpas a su amiga, que ya reprendía al niño.
-Luigi, querido, no pretendas excusarte diciendo que creías que no estaba cargada. La próxima vez llamaré al Babau –le amenazó mientras secaba la cara mojada. El pequeño se limitó a sonreír con cierta malicia mal disimulada. La mención del Babau (un monstruo imaginario del folclore italiano) no pareció preocuparle lo más mínimo.
Al instante, esperando que Anna se hiciera cargo de la situación, Reggie observó atónita la completa transigencia de su amiga hacia el crío, al que mandó a jugar lejos de allí.
-¿Por qué no le dices que se divierta tratando de provocar la caída de los montañeses? –le espetó a Anna, que la miró con una tolerante sonrisa.
-Disculpa, querida. Lo menos que quiero es hacértelo más difícil…
-Anna, regreso a Roma.
-¿Tan pronto? –preguntó sorprendida. Aquella conversación se tornaba seria, y encendió un cigarrillo.
-Ya lo he decidido. Quiero el divorcio.
-¿De Charles?
-Naturalmente, ¿de quién si no? Él es mi marido.
-Pero, querida…
-No puedo explicártelo –la interrumpió mientras secaba sus gafas-, pero me siento muy desgraciada. Creo que empiezo a quererlo…
-¡Lo sabía, cachorrito! No es preciso que digas más; te conozco como si fueras mi hermana. Con objeto de evitar que los sentimientos que ahora experimentas hacia Charles, se transformen en profundos afectos amorosos, tal y como parece que ocurrirá, tú vas y te divorcias. Porque estás convencida de que sentir amor por un hombre acaba por arruinarlo todo; tu libertad, claro.
La última vez que Reggie vio a su esposo (unos días antes, cuando él, sorpresivamente, decidió abandonar el hotel con destino a Milán, para resolver cierto asunto de negocios que no permitía demora) lo encontró extraño de veras. Era la primera vez que ocurría. El señor Lampert se mostró como si supiese que aquella despedida sería la última. Esos postreros días de convivencia en Cortina, él derramó sobre Reggie más cariño del habitual, que no es poca cosa; y ella sintió, en aquel entonces, que las manos de Charles eran más paternales y protectoras de lo que nunca antes habían sido. Y, rompiendo la norma, se dejó querer sin contrariedad alguna.
El señor Lampert siempre había sido claro respecto a su deseo de tener hijos. Mientras que ella había procurado evitar el tema durante los dos años que ya duraba el matrimonio. He ahí uno de los principales motivos por los que Reggie apostaba por regresar a Roma, cenar con su marido, abordar el asunto –mirándolo a los ojos- y acabar, de una vez, con la incertidumbre que la tenía presa.
-Si de verdad me enamorase de Charles, acabaría convertida en la madre de sus hijos… ¿Te imaginas, Anna? Es terrorífico.
-¿El qué?
-Imaginarme siendo la madre de alguien como, qué sé yo… Luigi… ocuparme de todas sus necesidades infantiles, de las obligaciones que conlleva ser madre, especialmente cuando la tranquilidad de la noche se ve rota por el desgarrador grito del bebé. Y así un año tras otro, run run, con millones de liras en gastos, a veces inútiles, del caprichoso querubín de la casa, que acabará independizándose cuando yo descubra que he perdido parte de mi vida.
Anna, visiblemente afectada por las palabras que Reggie le había dedicado, y que tanto le concernían, no supo qué responder. Como estatua de sal, con la mirada empezando a humedecerse, anclada en la única nube que, lenta, recorría el valle. Hasta que un nuevo comentario de Reggie la hizo volver en sí.
-Todo parecía mucho más sencillo en La Riviera…
-¿La Riviera?
-Sí, La Riviera. Hace dos años, ya sabes, cuando nos conocimos en la costa y pasamos un par de semanas juntos…
-¡Vaya par de locos! Lo recuerdo bien: Chica guapa, de buena familia romana, asfixiada por las normas paternas y ansiosa por abrir las alas y volar, conoce a Charles Lampert; soltero maduro, próspero y discreto, discretísimo, anticuario americano atrapado por el encanto de Roma desde que la vio por primera vez durante la guerra, Lampert acepta un matrimonio con la joven, conocedor de que ella, según le ha hecho saber desde el primer instante, no cree en el amor. La verdad siempre por delante, exige la norma sagrada de la chica.
-Vaya, Anna… -susurró con cierto rubor- Haces que parezca la turbulenta crónica de uno de esos tabloides para señoras. Pero me siento tan desgraciada que no puedo seguir así.
Todo había dado comienzo con un par de soleadas semanas en la Riviera Italiana; en concreto, se acomodaron en el hotel La Dolce Vista. Rodeados de palmeras, la villa se convirtió en el entorno adecuado para que algo surgiera entre Charles Lampert y Regina Rustonni.
Él, simpático y cautivador hombre de negocios anticuarios, especialmente, libros y juguetes; sí, juguetes; con especial predilección por los artefactos franceses del siglo XIX.
Charles posee, perdón, poseía, el don de seducir con su humor fresco e ingenioso a quien se lo propusiera. Aunque parezca increíble,  estuvo tan volcado en sus negocios durante quince años, que hasta que conoció a Reggie no había encontrado la ocasión oportuna para conocer a alguien en serio. Decidido a vivir más y trabajar mucho menos, La Riviera le pareció un buen puerto para comenzar.
Ella, poco reconocible en la divertida noche romana, es un delicado gorrión –de rama en rama- que no sabe a dónde dirigirse; pues sólo sabe que desea abandonar el nido que la oprime.
Inacabables, solitarios y reflexivos paseos de satén a lo largo de la bahía de Santa Margherita Ligure, la llevaron a tropezar varias veces con Charles. Un aperitivo -con el cielo y el mar como acuarelas- condujo a otro. Luego, cita en la playa, risas entre brindis de espumoso, complicidad, y cena a la luz de las candelas. Fuera de carta, como postre especial, romántica y ardiente (por este orden) noche juntos en el Dolce Vista.
Maurice Clavell, el orondo y entrañable director del hotel, los vio llegar al rozar la medianoche. Un rostro angelical, un cuerpo esculpido por Givenchy, pensó el refinado señor Clavell al ver por primera vez a Regina Rustonni; y lleva razón.
Tras dos semanas de inmoral convivencia en el hotel, Charles y Reggie partieron hacia Roma y allí se casaron.
-¿Sabes qué es lo peor, Anna? Que Charles lleva unos días actuando de forma extraña, inusual en él. Hace una semana recibió una misteriosa llamada… No sé con quien hablaba, pero mi marido parecía que iba a perder los nervios de un momento a otro… Luego vinieron llamadas de madrugada, sin una palabra, sólo silencio y una leve respiración llena de odio… Pregunté a Charles sobre todo ello, y me mintió diciendo que no era nada. Oh, Anna… Después, inesperadamente, me dijo que debía dejar el hotel y resolver un urgente asunto de negocios. No se mostró preocupado cuando me lo dijo, pero a mí no me engaña, pasa algo muy raro.
-¡Vaya! ¿Un asunto de faldas? Lo dudo, querida.
-No lo sé. Verás: No es lógico que un anticuario, cansado de los aeropuertos, que adora quedarse en casa… -calló con rostro inquisitivo-. Pasa horas, horas, con su colección de herrumbrosa chatarra francesa; desayuna todos los días con su esposa sin restricciones de tiempo; sus negocios (dos tiendas, en Via Condotti y Via dei Coronari) van viento en popa… No es lógico, digo, que reciba llamadas amenazadoras… ¿Con quién estoy casada, Anna?
-Eso es lo de menos, cachorrito. Pronto, con un exmarido rico, y vistiendo como vistes, no te será difícil hacer nuevas amistades…
-¡Oh, qué frívola resultas! Detesto la idea del divorcio, Anna, de veras; pero Charles no es sincero conmigo, y precisamente lo que exijo a todo el mundo es la verdad. Sin embargo, todo son mentiras y secretos… Aunque cediera a sus deseos y me convirtiese en madre; y aunque venciera mis miedos a perder la libertad en brazos de mi enamorado, las mentiras y los secretos siguen ahí. ¿Entiendes?
-Claro, Reggie –la tomó de las manos-. Haz lo que debas.
-Estoy segura de que me oculta algo que debe de ser terrible. Y eso me asusta… Me asusta mucho.
-A mí me asusta lo que estará haciendo mi hijo por ahí.
¡Qué certera! Como si fuera la escena de un film, las palabras de Anna (acompañadas con inquieto y teatral giro de cabeza a ambos lados) llegaron puntuales, dando pie a que un hombre, para más señas, Peter Joshua, se acerque a la mesa y, dirigiéndose a las dos amigas, pregunte:
-¿Esta criatura pertenece a ustedes?
El inquieto Luigi, con sus angelicales manitas aun teñidas por la tierra, permanecía quieto a su lado.
-Es mi hijo ¿Dónde lo encontró?
-¿Robando un banco? –añadió Reggie.
-Pues… a decir verdad, tirando piedras a los montañeros.
-Oh, gracias –respondió Anna, ruborizada-. Será mejor que me lo lleve y hablemos, en serio, de madre a hijo.
En la despedida, el crío aún tuvo tiempo de echar mano de su pistola de juguete; y dispararle –serenamente- un abundante chorro de agua fresquita a la imperturbable cara del señor Joshua. Lo cual condujo a que la veloz mano derecha de su progenitora volase rauda a estamparse, sonora, en la nuca del crío. Lo que toda la vida se ha llamado, vulgarmente, una colleja. Y ésta fue de las sabrosas.


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