Mark Twain (seudónimo de
Samuel Clemens) escribió The War Prayer en
rechazo a la guerra hispano-estadounidense, por la cual España perdería las
colonias de Cuba y Filipinas.
Dado el carácter crítico del
cuento con la ciega fe religiosa y el fervor patriótico –con motivaciones
bélicas-, la familia de Twain lo convenció para evitar su publicación, bajo el
temor de ser considerado como un sacrílego y antipatriota. Así que Twain no
vería publicado nunca su texto, que llegó a los lectores coincidiendo con la Primera Guerra Mundial (1914-18).
"Sólo a los muertos se les permite decir la verdad en este mundo; se publicará tras mi muerte" (1), le dijo al ilustrador de su obra, Dan Beard; Twain sentía que había traicionado a su conciencia no habiendo cumplido con su propósito de publicar la obra. Hoy, más que nunca antes, La Oración de la Guerra sigue vigente.
(1)Albert Bigelow Paine (1912). Mark Twain: A Biography: The Personal and Literay Life of Samuel Langhome Clemens (Harper & Brothers.)
(1)Albert Bigelow Paine (1912). Mark Twain: A Biography: The Personal and Literay Life of Samuel Langhome Clemens (Harper & Brothers.)
Érase una vez un tiempo, no
muy lejano, de exaltados sentimientos de excitación. El país estaba –una vez
más- en armas; la guerra vibraba en cada pecho, que ardían por el sagrado fuego
del patriotismo. Los tambores en su redoble, las bandas de música tocando, los
niños disparando sus pistolas de juguete, y los fuegos artificiales pitando y
estallando en infinitas chispas. En cada mano, tejado y balcón, brillaba bajo
el sol, una agitada y salvaje marea de banderas. Cada día, los jóvenes
voluntarios marchaban –alegres y apuestos- con sus nuevos uniformes por la
amplia avenida, mientras sus orgullosos padres, hermanos y parejas, los
vitorean con voces ahogadas de feliz emoción.
Por las noches, en abarrotadas
reuniones se escuchaban discursos patrióticos, únicamente interrumpidos por
vendavales de aplausos, que conmueven profundamente los corazones y hacen
brotar las lágrimas. En los templos, los sacerdotes predicaban devoción a la
bandera y al país, invocando para ello al Dios de las Batallas, rogándole su
ayuda en nuestra buena causa con tantísimo fervor que quienes escuchaban se
conmovían. Fue, en verdad, un tiempo feliz y afortunado; y los pocos que se
atrevían a criticar la guerra y arrojar una sola duda sobre su justicia,
directamente recibían una advertencia tan severa y furiosa que, por su propia
seguridad, rápidamente retrocedían, se ocultaban y no volvían a ofender con sus
reproches.
Llegó la mañana del domingo -un
día antes de que lo soldados partiesen al frente de batalla-, y la iglesia
estaba rebosante. Allí estaban los voluntarios, con rostros jóvenes iluminados
por sueños bélicos. ¡Visiones de duros avances, aumentando la velocidad, el
ataque rápido, los sables relucientes, la huida del enemigo, el tumulto, el humo
envolvente, la persecución encarnizada, y la rendición del contrario! Después,
ya en casa, ¡los héroes condecorados, bienvenidos, adorados, inmersos en un
dorado mar de gloria!
Junto a los voluntarios
están sentados sus seres queridos, orgullosos y felices, envidiados por los
vecinos y amigos que no tienen hijos y hermanos que enviar al campo de batalla
y honor, a donde van a vencer por la bandera o a morir en la más noble de las
nobles muertes. El servicio religioso continuó, leyéndose un capítulo del
Antiguo Testamento sobre la guerra. Se leyó la primera plegaria a Dios, seguida
del estruendo del órgano que sacudió todo el templo, y de la muchedumbre que se
levantó apasionadamente, con brillo en los ojos y corazones palpitantes de
emoción, invocando a Dios: ¡Señor
Todopoderoso!, ¡Tú que ordenas, el trueno es tu trompeta, el rayo es tu espada!
Después vino el rezo largo. Nadie
recordaba algo igual dada lo efusivo de la oración, de bello y conmovedor
lenguaje. El objetivo de la súplica era que nuestro amado Creador cuidara de
nuestros jóvenes y nobles soldados, ayudándolos y confortándolos en su labor
patriótica. Se pedía al Creador de todos nosotros que derramara sobre ellos su
divina protección, siendo su escudo en el peligro de la batalla. Se le rogó al
Creador que los resguardase con su poderosa mano, haciéndolos fuertes y
seguros, invencibles en el sangriento combate. Se imploró al Creador que les
ayudase a aplastar a los enemigos, concediéndoles -tanto a ellos como a su
bandera y patria- el honor perpetuo y la gloria.
En esto que entró al templo
un extraño, un anciano que avanzó con paso lento y silencioso por el pasillo,
con sus ojos puestos en el sacerdote. El viejo era alto, vestía una túnica que
le cubría hasta los pies, y su cabeza estaba descubierta, dejando que su
blanquecino cabello cayera sobre los hombros. Su rostro parecía sucio, excesivamente
pálido, casi cadavérico. Todas las miradas seguían sus silenciosos pasos con
extrañeza. Sin pausa alguna, el extraño subió al altar donde estaba el sacerdote
y se quedó inmóvil junto a él. El clérigo, con los ojos cerrados, no se había
dado cuenta de su presencia, así que continuó con sus emotivos rezos, que
acabaron cuando pronunció este ardiente llamamiento: ¡Bendice nuestras armas y concédenos la victoria, Señor nuestro, Dios
protector de nuestra tierra y bandera!
En ese momento, el extraño
tocó su brazo y le hizo un gesto para que se apartara a un lado, cosa que el
desconcertado sacerdote hizo. El viejo ocupó su lugar en el altar y, durante
unos instantes, contempló con ojos solemnes –cargados de una extraña
luminosidad- a los embelesados asistentes. Acto seguido, con voz profunda,
habló: ¡Vengo del Trono de Dios
Todopoderoso, portando un mensaje suyo!
Sus palabras resonaron en el
templo sacudiéndolo; si el extraño lo percibió no hizo ningún caso, y
prosiguió: El Creador ha escuchado la
plegaria de vuestro sacerdote, y le concederá lo que ha pedido, si ese es
vuestro deseo. Pero antes, yo, su mensajero, tengo que explicaros el
significado de esa petición; es decir, todo su significado. Pues sucede lo que
en la mayoría de las plegarias de los hombres, que se está pidiendo más de lo
que se es consciente. Ocurre así por falta de prudencia y entendimiento. Vuestro sacerdote ha elevado
su oración. ¿Ha reflexionado sobre ella? ¿Ha sido una
plegaria o han sido dos? Dos han sido; una la ha pronunciado, la otra la ha
callado. No obstante, ambas han sido escuchadas por Aquel que todo lo escucha.
Considerad lo que os voy a decir y no lo olvidéis. Si rezáis una plegaria
pensando sólo en vosotros, tened cuidado de que no estéis invocando –al mismo
tiempo- una maldición para vuestro vecino. Si rezáis para que vuestros cultivos
sean bendecidos por la lluvia, puede que –sin saberlo- estéis pidiendo en
perjuicio del campo de vuestro vecino, que no necesita esa agua. Habéis
escuchado la plegaria de vuestro sacerdote, mientras que Dios me ha encargado
de poner en palabras lo que él ha callado, la otra parte que él, como vosotros
en vuestros corazones, fervientemente habéis rezado en silencio. ¿Con
ignorancia y sin reflexión? ¡Dios da por hecho que así fue! Habéis escuchado
esas palabras: ‘¡Concédenos la victoria, Oh, Señor Nuestro Dios!’ Eso es
suficiente. La plegaria pronunciada está unida a esas trascendentes palabras y
no necesitan más aclaración. Cuando habéis rezado por la victoria también lo
habéis hecho por las muchas consecuencias no mencionadas que resultan de esa
victoria. El atento espíritu de Dios consideró también lo que no expresó
vuestro sacerdote, y me encargó que lo expresara con palabras. ¡Escuchad!: ‘Oh,
Señor, Padre Nuestro, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones,
se dirigen a la batalla. ¡Permanece cerca de ellos! Con ellos, en espíritu,
vamos nosotros, dejando atrás la dulce paz de nuestros hogares para aniquilar
al enemigo. Oh, Señor, ayúdanos a hacer pedazos a sus soldados, convertidos en
despojos con nuestros disparos. Ayúdanos a cubrir sus campos con la palidez de
sus patriotas muertos. Ayúdanos a ahogar el trueno de sus cañones con los
chillidos de sus heridos, que se retuercen de dolor. Ayúdanos a arrasar sus
humildes hogares con un huracán de fuego. Ayúdanos a retorcer los corazones de
sus inocentes viudas con una aflicción innecesaria.
Ayúdanos a dejarlas sin hogar con sus niñitos, para que deambulen con sus
miserias por la tierra desvastada, con harapos, hambrientos y sedientos, bajo
las llamas del caluroso sol y los helados vientos del invierno; con el alma quebrada, agotados por las penalidades,
te imploramos que tengan por refugio la tumba. Por nuestro bien, el de quienes
te adoramos a ti, Señor, ¡destroza sus esperanzas, arruina sus vidas, alarga su
amargo éxodo, haciendo que su andar sea una carga, que su camino les ahogue en
lágrimas, manchando la blanca nieve con la sangre de sus pies heridos! A ti, Fuente de Amor y refugio
seguro, amigo de todos los acosados por el dolor, te lo pedimos animados por el
amor, con corazón humilde y apenado. Amén.
El anciano hizo una breve
pausa y acabó diciendo:
-Así es
como lo habéis rezado. Si todavía deseáis el cumplimiento de esta plegaria,
¡hablad! ¡El mensajero del Altísimo aguarda!
Pero nadie
dijo nada. Más tarde se creyó que aquel hombre era un loco, pues nada de lo que
les había hablado tenía sentido.
Traducción de Tavo de Armas.
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