Lo nuestro no
es así, a qué engañarnos,
lo nuestro es
navegar sin encontrarnos,
a la deriva,
amor, a la deriva.
I
Concerniente a las zorras
Para una zorra las estaciones son muy importantes. Las observa con suma
atención, las vive de pleno. Sabe cómo reaccionan sus instintos y habilidades
según sea primavera, verano, otoño o invierno.
Para una zorra de auténtico linaje también son importantes las estaciones
de la vida. Las observa; y las vive de forma cumplida. Que hay un tiempo para
cada inquietud, es algo que las zorras tienen grabado a fuego sobre su pellejo.
Cuando se es un tierno zorrezno es tiempo de concentrar todo el amor de los
alrededores. Ya llegará la ardorosa adolescencia, como ladrón en la noche, para
ocultar por un período sus dones tras ropajes egoístas. En ese tiempo es cuando
las zorras y los zorros se embelesan en su recién descubierta condición. Y la
confusión es huésped permanente de su mente. Mocedad y entendimiento no vienen a un tiempo, dice el poeta de
pueblo. Luego, llega la madurez y toca formar casa, dar amor a sus miembros y,
si las condiciones son favorables, organizar el clan. Todo ello siempre bajo el
amable ramaje del Intocable Árbol de los
Cuidados. Porque para estas criaturas el sentido de formar casa y -si se
diera el caso- criar prole, no es la supervivencia de la especie. Qué va. Ese
cuento sólo lo compramos los humanos. Los zorros crean con otros –dentro o
fuera de su especie- para cuidar y ser cuidados. Sin esa profunda lógica de la
vida todo carece de sentido para ellos. Escarbar, cuidar, soltar amarras, tres
virtudes impresas sobre su espeso pelaje. Para cuando las otoñales hojas de las
estaciones caen de los nobles corazones de la zorrería, la decepción no pesa ni
un gramo y es difícil que algo del mundo llegue a sorprenderla.
Cierta primavera, la de 1945, Gloria Muñoz vio la luz del mundo. Gloria es una
zorra de brillante pelaje rojo, cuyas raíces se pierden allá cuando los bosques
todavía eran sagrados. Su mamá la parió en el Hospital La Paz, creciendo en el Madrid del Yugo y la Flecha, la cochambre, el puño en alto y el chotis de
Celia Gámez.
‘No pasarán’, decían los marxistas.
‘No pasarán’, gritaban por las
calles.
‘No pasarán’, se oía a todas horas,
por plazas y plazuelas,
con voces miserables, ‘no pasarán’.
En el Madrid en el que no pasarían los fascistas (y pasaron), tan pronto
como Gloria nació, fue violentamente separada de su madre. Corrían, como suele
ser habitual, malos tiempos para las zorras; por encima de cualquier cosa,
celosas de su libertad.
Ya hemos pasao,
decimos los facciosos.
Ya hemos pasao,
gritamos los rebeldes.
Ya hemos pasao,
y estamos en El Prado,
mirando, frente a frente,
a la señá Cibeles.
Ya hemos pasao.
Como gran cuidadora que es por naturaleza, mamá zorra mueve cielo y tierra
cuando se trata de su camada. La ruptura del orden natural las desquicia. Ésta,
la mamá de Gloria, vengaría la traición de quienes le robaron a su bebé. Perseguida
por temibles cazadores a través de un laberíntico bosque, el pobre animal no
halló mejor salida que una pequeña ermita entre los olivos. Allí, en morada
sagrada para los humanos, la raposa se ocultó bajo el altar ante la fría y
callada mirada de un sacerdote. De inmediato, los cazadores irrumpieron en el
templo.
-Padre, ¿ha visto por la zona una zorra guapa y astuta?
-No, hijos –respondió con firmeza. Pero, al mismo tiempo, el hombre de
negro apuntaba, una y otra vez con su mano derecha al altar, donde el asustado
animal se escondía. Afortunadamente, los cazadores, como es de conocimiento
general, son lo suficientemente imbéciles como para no poder hacer dos cosas al
mismo tiempo, razón por la cual sólo prestaron atención a las palabras de aquel
cristiano y no a sus gestos. Así que abandonaron la ermita a toda prisa.
Una vez fuera de peligro y calmada, la zorra se encaró al clérigo. El fino
oído del cánido (envidiable fruto de unas orejas distinguidamente empinadas) captó
el rápido movimiento de su viperina lengua. Y lo miró a los ojos.
-Tú, vieja serpiente, ¿lo sabes, verdad?
-¿Qué he de saber, desgraciada?
-Que todo árbol que no ofrezca frutos y pudra la tierra será arrancado –dijo
al venerado varón, para, de seguido, propinarle un veloz navajazo en el
gaznate-.
Las víboras, tan maliciosamente hábiles en el uso de la incoherencia, no
merecen sino hoja de metal y la moraleja mortal de la mejor de las fábulas. De la zorra y el fuego no te burles,
compañero.
Oficialmente, la zorra roja (Vulpes
vulpes, en el argot científico) logró escapar, y nunca más se supo de ella.
Aunque hubo quien afirmó que su vida se extinguió en un mugriento calabozo de la temida Brigada Político-Social, puño de hierro
-además de peletero- del régimen franquista.
Lo único cierto es que treinta años después, Gloria Muñoz, embarazada, tiene
los labios
morados y escarcha cubriendo el carmín. Fría mañana del gris noviembre de 1975
en la Plaza de Oriente, Madrid.
Apenas son las ocho de la
mañana de un día que ha amanecido helado. Comienza su lento caminar la
desangelada cola de cientos de personas que se dirigen al Salón de Columnas del
Palacio Real. Una más en la fila, Gloria aguarda paciente su turno para pasar
frente a la capilla ardiente del General Francisco Franco.
-¡Ay, hija, qué vamos a
hacer ahora sin el Caudillo! –se lamenta una vieja que, ni corta ni perezosa,
brazos en cruz, hinca las rodillas contra el encharcado suelo de la plaza.
Durante casi una hora,
Gloria escuchó ese y otros muchos gimoteos. En todo momento se limitó a
responder convincente, con la más espléndida y fúnebre sonrisa de su amplio
repertorio cómico-dramático para días plomizos.
Luego, parto por cesárea,
alegría y –ya en casa- descorche de espumoso, para celebrar doblemente aquella
gélida jornada de noviembre de esta España
viva, esta España muerta.
Gloria había ansiado ser
mamá desde temprana edad. En ese anhelo encontró, no se sabe muy bien cómo, a Rafael
Martín, para la familia y amigos, Falín.
Hubo boda, como ordena el dios de los humanos. Y el resto fue cantado por
Cecilia, trovadora excepcional, precisamente en 1975. Juan Carlos Calderón
compuso Amor de Medianoche para dar
voz a todas las Glorias que no se conforman con ser la sombra de su marido, la
muñeca que no tiene opinión. Y desean ser de ellas mismas y nada más. Mi
Gloria, cuya voz era dulce como su carácter, la canturreó desde la noche
nupcial hasta que a la pareja les ocupó las horas la llegada de una nena, a la
que pusieron de nombre Carmela. En esos agrisados días, la canción terminó de
forma abrupta para Gloria; cuando su santo esposo le cerró la puerta,
prohibiéndole volar. Le arreó tal serie de hostias que a ella se le quitaron
temporalmente las ganas de volver a ser libre.
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