lunes, 30 de julio de 2018

Superzorra - Escena I


Lo nuestro no es así, a qué engañarnos,
lo nuestro es navegar sin encontrarnos,
a la deriva, amor, a la deriva.



I
Concerniente a las zorras

Para una zorra las estaciones son muy importantes. Las observa con suma atención, las vive de pleno. Sabe cómo reaccionan sus instintos y habilidades según sea primavera, verano, otoño o invierno.
Para una zorra de auténtico linaje también son importantes las estaciones de la vida. Las observa; y las vive de forma cumplida. Que hay un tiempo para cada inquietud, es algo que las zorras tienen grabado a fuego sobre su pellejo. Cuando se es un tierno zorrezno es tiempo de concentrar todo el amor de los alrededores. Ya llegará la ardorosa adolescencia, como ladrón en la noche, para ocultar por un período sus dones tras ropajes egoístas. En ese tiempo es cuando las zorras y los zorros se embelesan en su recién descubierta condición. Y la confusión es huésped permanente de su mente. Mocedad y entendimiento no vienen a un tiempo, dice el poeta de pueblo. Luego, llega la madurez y toca formar casa, dar amor a sus miembros y, si las condiciones son favorables, organizar el clan. Todo ello siempre bajo el amable ramaje del Intocable Árbol de los Cuidados. Porque para estas criaturas el sentido de formar casa y -si se diera el caso- criar prole, no es la supervivencia de la especie. Qué va. Ese cuento sólo lo compramos los humanos. Los zorros crean con otros –dentro o fuera de su especie- para cuidar y ser cuidados. Sin esa profunda lógica de la vida todo carece de sentido para ellos. Escarbar, cuidar, soltar amarras, tres virtudes impresas sobre su espeso pelaje. Para cuando las otoñales hojas de las estaciones caen de los nobles corazones de la zorrería, la decepción no pesa ni un gramo y es difícil que algo del mundo llegue a sorprenderla.
Cierta primavera, la de 1945, Gloria Muñoz vio la luz del mundo. Gloria es una zorra de brillante pelaje rojo, cuyas raíces se pierden allá cuando los bosques todavía eran sagrados. Su mamá la parió en el Hospital La Paz, creciendo en el Madrid del Yugo y la Flecha, la cochambre, el puño en alto y el chotis de Celia Gámez.


‘No pasarán’, decían los marxistas.
‘No pasarán’, gritaban por las calles.
‘No pasarán’, se oía a todas horas,
por plazas y plazuelas,
con voces miserables, ‘no pasarán’.

En el Madrid en el que no pasarían los fascistas (y pasaron), tan pronto como Gloria nació, fue violentamente separada de su madre. Corrían, como suele ser habitual, malos tiempos para las zorras; por encima de cualquier cosa, celosas de su libertad.

Ya hemos pasao,
decimos los facciosos.
Ya hemos pasao,
gritamos los rebeldes.
Ya hemos pasao,
y estamos en El Prado,
mirando, frente a frente,
a la señá Cibeles.
Ya hemos pasao.

Como gran cuidadora que es por naturaleza, mamá zorra mueve cielo y tierra cuando se trata de su camada. La ruptura del orden natural las desquicia. Ésta, la mamá de Gloria, vengaría la traición de quienes le robaron a su bebé. Perseguida por temibles cazadores a través de un laberíntico bosque, el pobre animal no halló mejor salida que una pequeña ermita entre los olivos. Allí, en morada sagrada para los humanos, la raposa se ocultó bajo el altar ante la fría y callada mirada de un sacerdote. De inmediato, los cazadores irrumpieron en el templo.
-Padre, ¿ha visto por la zona una zorra guapa y astuta?
-No, hijos –respondió con firmeza. Pero, al mismo tiempo, el hombre de negro apuntaba, una y otra vez con su mano derecha al altar, donde el asustado animal se escondía. Afortunadamente, los cazadores, como es de conocimiento general, son lo suficientemente imbéciles como para no poder hacer dos cosas al mismo tiempo, razón por la cual sólo prestaron atención a las palabras de aquel cristiano y no a sus gestos. Así que abandonaron la ermita a toda prisa.
Una vez fuera de peligro y calmada, la zorra se encaró al clérigo. El fino oído del cánido (envidiable fruto de unas orejas distinguidamente empinadas) captó el rápido movimiento de su viperina lengua. Y lo miró a los ojos.
-Tú, vieja serpiente, ¿lo sabes, verdad?
-¿Qué he de saber, desgraciada?
-Que todo árbol que no ofrezca frutos y pudra la tierra será arrancado –dijo al venerado varón, para, de seguido, propinarle un veloz navajazo en el gaznate-.
Las víboras, tan maliciosamente hábiles en el uso de la incoherencia, no merecen sino hoja de metal y la moraleja mortal de la mejor de las fábulas. De la zorra y el fuego no te burles, compañero.
Oficialmente, la zorra roja (Vulpes vulpes, en el argot científico) logró escapar, y nunca más se supo de ella. Aunque hubo quien afirmó que su vida se extinguió en un mugriento calabozo de la temida Brigada Político-Social, puño de hierro -además de peletero- del régimen franquista.
Lo único cierto es que treinta años después, Gloria Muñoz, embarazada, tiene los labios morados y escarcha cubriendo el carmín. Fría mañana del gris noviembre de 1975 en la Plaza de Oriente, Madrid.
Apenas son las ocho de la mañana de un día que ha amanecido helado. Comienza su lento caminar la desangelada cola de cientos de personas que se dirigen al Salón de Columnas del Palacio Real. Una más en la fila, Gloria aguarda paciente su turno para pasar frente a la capilla ardiente del General Francisco Franco.
-¡Ay, hija, qué vamos a hacer ahora sin el Caudillo! –se lamenta una vieja que, ni corta ni perezosa, brazos en cruz, hinca las rodillas contra el encharcado suelo de la plaza.
Durante casi una hora, Gloria escuchó ese y otros muchos gimoteos. En todo momento se limitó a responder convincente, con la más espléndida y fúnebre sonrisa de su amplio repertorio cómico-dramático para días plomizos.
Luego, parto por cesárea, alegría y –ya en casa- descorche de espumoso, para celebrar doblemente aquella gélida jornada de noviembre de esta España viva, esta España muerta.
Gloria había ansiado ser mamá desde temprana edad. En ese anhelo encontró, no se sabe muy bien cómo, a Rafael Martín, para la familia y amigos, Falín. Hubo boda, como ordena el dios de los humanos. Y el resto fue cantado por Cecilia, trovadora excepcional, precisamente en 1975. Juan Carlos Calderón compuso Amor de Medianoche para dar voz a todas las Glorias que no se conforman con ser la sombra de su marido, la muñeca que no tiene opinión. Y desean ser de ellas mismas y nada más. Mi Gloria, cuya voz era dulce como su carácter, la canturreó desde la noche nupcial hasta que a la pareja les ocupó las horas la llegada de una nena, a la que pusieron de nombre Carmela. En esos agrisados días, la canción terminó de forma abrupta para Gloria; cuando su santo esposo le cerró la puerta, prohibiéndole volar. Le arreó tal serie de hostias que a ella se le quitaron temporalmente las ganas de volver a ser libre.

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