Se escuchan los primeros
acordes de Chim chiminy chim sobre el
cielo de Londres. Esta canción siempre tuvo su punto nostálgico. Sentada sobre
una nube, Mary Poppins, con unos ojos azules que compiten con el cielo, se da
los últimos retoques de maquillaje. Viste su habitual sombrero, toda una
coquetería. A la derecha reposa su paraguas parlanchín, previsible cuando el
mango es la cabeza de un papagayo. A la izquierda, su característico bolso
victoriano con tela de alfombra… Así comienza la película Mary Poppins, producida por Walt Disney (1901-1966) en 1964.
Como no puede ser de otro
modo, esta obrita es, en esencia, un elogio del cuento. Mary Poppins se
convierte, si se me permite, en la excusa perfecta para rendir homenaje a un género
que hunde sus raíces en la misma infancia de la historia humana. Poppins es
sinónimo de cuento, de parábola perfectamente construida; la sola mención de su
sonoro apellido evoca la fantasía en estado puro, cuando nuestras retinas
infantiles se coloreaban con una inocencia ya perdida. Más que un cuento de
hadas, Mary Poppins es añoranza de lo que fuimos; y, probablemente, sea de esos
escasos celuloides de deliciosa música, coloristas imágenes y vigorosas
emociones que aún logran, no importa lo lejos que nos hallemos en el tiempo,
ponernos en contacto con aquello que alguna vez fuimos y creímos perder.
Su creadora responde al
nombre de Pamela Lyndon Travers (1899-1996), autora australiana que en 1926, a
través de una historia corta, presentó a esta excepcional institutriz, severa y
diligente, atípica en muchos aspectos. El calificativo que mejor se ajusta a
Poppins es maravillosa, en tanto que –con
una naturalidad apabullante- va sembrando de magia todo a su alrededor. Desde
el mismo momento en que aparece allá arriba, en las nubes, queda claro que el
personaje está muy por encima, no sólo de los patriarcales convencionalismos de
su época, sino de la lógica humana y las mismísimas leyes naturales. Su
inesperada y revolucionaria llegada al número 17 de la Calle del Cerezo nos lo
confirmará una y otra vez. Si nos atenemos a lo esencial, sin revestimiento de
sombreros de paja, paraguas voladores y demás vistosas parafernalias, Mary
Poppins es un valioso ejemplo de esa narrativa dotada de imperecederos nutrientes
que -vaya lástima-, nuestra cotidiana racionalidad no está acostumbrada a
asimilar. Padecemos una alarmante intolerancia a la imaginación. La absurda
cordura de los adultos, demasiado ensimismados en las frenéticas cuestiones
diarias y los afanes que éstas alimentan, relega esos nutrientes espirituales
al mundo de los niños. Directamente van a parar al desván de lo que es, sólo en
apariencia, accesorio y, si me apuran, inútil; donde se arrinconan, para
nuestra desgracia, las cosas sencillas pero extraordinariamente vitales y, por ende,
valiosas y necesarias. A causa del agitado correr de los años, allí yacen abandonadas
junto a todo aquello que hemos catalogado como inservible, fantasioso e irreal.
Y sin embargo -aquí viene la buena nueva-, los cuentos esperan pacientes a ser
desempolvados, plenos de atributos –a perpetuidad-, rebosantes de vitaminas
como la más eficaz y natural de las medicinas, semejantes a la expresión de
nuestra propia naturaleza primigenia. El cuento, ya verse sobre cerditos,
madrastras, lobos, zorras o fábricas de chocolate, no es sino un invaluable
pretexto para volver a estar en sintonía con lo más genuino, prudente, audaz y
estimable de nosotros mismos.
Dicho esto, en las
siguientes páginas la única acepción válida de cuento será la de breve narración de sucesos ficticios o de
carácter fantástico, hecha con fines didácticos o recreativos. Dejaremos fuera
los cuentos chinos y de viejas, los embustes, chismes y
falsedades. Aquí se habla de fábulas y parábolas, donde el envoltorio es -qué
duda cabe-precioso, pero el nutriente lo es aún más. Se nos presenta a héroes y
heroínas que, en sí mismos, no reciben nada nuevo, sino que redescubren sus
atributos natales (temporalmente perdidos u olvidados) a medida que la
narración avanza. Así, los dones, cualidades, nobles rasgos de personalidad,
naturaleza primigenia al fin y al cabo, que afloran en el transcurso del
relato, no son sino las armas intelectuales y emocionales que capacitarán a los
personajes para abordar las inclemencias del tiempo que les ha tocado vivir.
Eso es, en esencia, el
cuento; donde el lector adquiere el privilegio de mirarse al espejo en el que
observa al desnortado protagonista, presa de sus (habitualmente, idénticas) tribulaciones,
encarando al mal en sus más variados rostros, luchando por recuperar el
equilibrio y, en definitiva, la innata luz perdida. Todo ello -página a página-
en un viaje terapéutico donde quien lee mira para sus adentros y toma en sus
manos la posibilidad de resolver sus propios conflictos o, al menos, armarse
para cuando éstos aparezcan.
Página a página, o bien
secuencia a secuencia, fundiendo literatura y cine. Porque la Mary Poppins por
cuya identidad preguntaré, nació en papel pero está –prácticamente perfecta- rematada en colorista celuloide. Es a esa
Mary en glorioso Technicolor a la que
se rinde tributo en las siguientes páginas. ¿Qué es una obra cinematográfica
sino un conjunto de oficios artesanos que, según sea la habilidad con que se
combinen, puede llegar a convertirse en una pieza de arte? En esa categoría entra
la brillante Mary Poppins de 1964,
una verdadera apoteosis de talentos de las más diversas disciplinas, laboriosa
y artesanalmente reunidos por obra y gracia de Walt Disney. Ocurre pocas veces,
y no es en absoluto una cuestión de matemáticas sino un sutil asunto de magia:
Cuando la gran pantalla de cine trasciende y conecta con las entrañas genéticas
y culturales del ser humano. Aquí lo tenemos, en un cuento impecable dentro de
una película memorable; o sea, que merece ser conservada en la memoria.
Al menos desde hace unos
doce mil años, cuando habitábamos cavernas, aprendimos a compartir historias.
El relato oral que se narraba junto al fuego se encarnó en papel, y aún perdura
-en su esencia- en las narraciones que en la actualidad consumimos yendo en
manada a una sala de cine o desde el cómodo sofá de casa. Si bien el arte de
relatar se ha sofisticado haciéndose más visual, lo fundamental permanece. No
obstante, a mi juicio, mientras nos adentramos tortuosamente en las fauces del
milenio que nos ha tocado vivir, el cine se nos muestra –en términos generales-
hueco, carente de sustancia, pobre de imaginación. Se diría que refleja a la
perfección el estado de nuestras aturdidas almas, sumidas en la incertidumbre. Y
el de nuestro maleducado y sobreexcitado paladar, cada vez más difícil de ser
sobrecogido. Pareciera que nuestra mente estuviera viciada, conocedora de todos
los trucos del mago…
Me propongo –y les
propongo- regresar a la hoguera en la caverna. Volvamos a lo esencial, regresemos
al manantial, retomemos los cuentos. Dejemos a un lado, durante un tiempo, las
furiosas y veloces carreras de coches cargados de testosterona; los estilosos
superhéroes de viñeta; las dos típicas –e insoportables- mascotas animadas que
han sido colocadas en la historia, para que estalles en carcajadas diez veces
por minuto; las enrevesadas tramas de agentes de la CIA que nos salvan de los
villanos de turno. Olvidemos por un momento a los narcos, la enésima invasión
alienígena que se condena al fracaso en una humeante Manhattan en ruinas, y
permitamos que el corazón se emocione por cosas más elementales y sencillas.
Dejemos que otras imágenes seduzcan
y exciten nuestro ansioso intelecto. Olvidemos temporalmente el ruido que nos
aturde y ejercitemos nuestra entumecida imaginación. Atemperemos por un rato el
ritmo al que nos obligan las frenéticas circunstancias actuales, acomodándolo a
una cadencia más armoniosa y natural; y poniéndonos cómodos adentrémonos en el
revelador e infinito universo del cuento. Adelante.
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