
Esta es la carta de una
promesa. Esto es un retorno anunciado; anunciado y esperado desde hace siglos.
Nací en las cercanías de lo
que hoy es la ciudad de Kingston (Canadá). Anduve en mi infancia por las orillas
del Lago Ontario. Fui hombre, nacido de mujer, reconocido hurón, tribu de
sangre y orgullo.
Mi pueblo corría violento
entre los arbustos y chapoteaba descalzo entre los torrentes frescos que llevan
el agua del deshielo primaveral.
Los niños eran preparados
para la guerra, y en esa maliciosa arte se me quiso instruir, pero viendo que
mi interés y mis dotes eran nulos, desistieron y permitieron que me mantuviera
en mutismo absoluto. Me llamaron Deganawidah, que significa “el que piensa”;
ese día, mi vida cambió.
Supe entonces que, antes de
yo nacer, el Gran Espíritu había enviado ante mi madre un gran oso de tez
marrón. El animal sacó de su vientre un calumet, y fumó buen tabaco y ofreció a
mi madre que –perpleja- escuchó la promesa, el anuncio que el bueno de
Tunkashila, Abuelo de Cielo y Tierra, mar y viento, le hacía; consistía en que
siendo ella virgen traería al mundo un niño que con tartamudez en sus labios
conciliaría el sueño de la paz para sus hermanos.
Mi madre había dejado atrás
su virginidad hacía mucho tiempo, pero comprendió el significado de las
palabras del gran oso. La promesa se hizo realidad, y nací; pero temerosa de
que los enemigos de la paz pusieran los ojos en su pequeño y en ella misma,
guardó silencio, y envuelto en paños de algodón lo arrojó llorosa al río St.
Lawrence, intentando olvidar lo que días atrás el oso pardo le había dicho. De
entre los hielos que flotaban aparecieron las diminutas manos de quien con sólo
intentarlo, salió del agua y anduvo. Aquel día volvió a cambiar mi vida.
Con cada paso que fui dando
hasta mi madre, un nuevo año adquirí hasta completar dieciocho en el cuerpo que
mi pueblo vistió, calzó y alimentó, creyendo que era extranjero. Fui aceptado
entre ellos, pero nunca fui uno de ellos. Mi naturaleza profunda y reflexiva me
guió en todo instante en la conversación y en los hechos, hasta que un día
atravesé el río que no me heló, y subí los Montes Adirondack hasta llegar a las
tierras de los Mohawks, enemigos de siempre.
No dudé en pedirle a los
Soberanos de la Vida que me inspirasen, y así fue: mis ojos fueron
dirigidos hacia un joven que supe me hablaría. Me situé frente a él. Abrí la
boca y antes de que me saliera una sola palabra, de manera natural, el muchacho
colocó su mano en mi pecho, y habló:
-Soy Hiawatha. Te esperaba;
eres “El Conciliador”. Te dirigirás, y yo contigo, de pueblo en pueblo. Tú me
hablarás y yo traduciré tus palabras a los demás.
Y anduvimos con pies rápidos
sobre las naciones de los Mohawks, Onondagas, Sénecas, Oneidas, Cayugas y
Tuscaronas.
Sus chozas se abrían y en
ellas mi voz en la de Hiawatha, con un mensaje en forma de tres principios
básicos: Salud de cuerpo y razón de mente, Ley codificada, y autoridad en
representantes justos.
Con nuestra llegada a las
aldeas, desapareció el canivalismo, el ajusticiamiento y la tiranía. Se les
dotó de soberanía local y representación a nivel federal en un Gran Consejo. Se
hicieron debates en todas partes y sobre cualquier asunto. Se les enseñó a
pensar. Los pueblos se dividieron en clanes dirigidos por una respetada anciana
matriarca. A las madres pertenecían las tierras, también el derecho al voto, la
posibilidad de elegir, juzgar y destituir a miembros del consejo tribal, si
éste se salía del sendero justo.
Se adoptó a cautivos y
prisioneros.
Durante cinco años viví para
mantener en pie el “Gran Árbol de la Paz”, dotándolo entre todos de
fuertes raíces y extensas y solidarias ramas.
Con la edad de veintitrés
años despedí a mi fiel amigo Hiawatha entre sus lágrimas y mis promesas, por él
arrancadas, de que volvería a estar frente a él. Subí a una canoa y desaparecí.
Mi árbol duró trescientos
cincuenta años, el mismo tiempo que tardé en volver en aparecer sobre la tierra
de América; al sur de las Grandes Llanuras, las mismas que sirvieron de
sepulcro a mi gran discípulo; di cumplimiento a la promesa que nos volvería a poner
el uno frente al otro. Bendije su vida dedicada a mí y la causa que
compartimos.
Bajé más aún y moré entre
los huertos más preciados. Una bandada de golondrinas me llevó a ver hermosas
tierras de grandes pastos, y ríos tan rebosantes como los que admiré
desembocando en el lago de mi infancia. Hileras de maduro maíz me anunciaban
que gentes trabajadoras esperaban ver el fruto de sus súplicas. Abrí mi macuto
y guardé en él semillas de todo cuanto presencié, con tal admiración que las
lágrimas se hicieron una constante en mis mejillas. Tomé un cayado como bastón.
Las golondrinas me hicieron andar más allá de las plantaciones, y con cada paso
mi cabello más se aclaró y pasó a ser cano como las nieves; y de las caricias
pasó a ser azotado por tempestuosas tormentas de secos vientos y desastrosas
polvaredas.
Bajo las arenas de la
miseria y la nada, hallé a gentes de pálidos rostros y desesperanzados ojos
caídos. Los más pequeños lloraban sin el más leve consuelo.
Preocupado por cuanto
observé, pregunté el motivo de la aparente catástrofe, diciendo sus ancianos
que desde la infancia de sus abuelos todo había sido así; que vivían condenados
a padecer la vida y no a disfrutarla.
Abrí mi boca para que
escuchasen lo que dirían “voz de loco e iluso”. Aquel día mi vida cambió y con
ella, mi nombre.
-”Escuchad, yo soy Masaw,
que significa El que cuida de la Tierra. No pereceréis bajo la
mirada arcaica que este paisaje os brinda; esta tierra parece muerta, mas no lo
está. La utilizareis, la trabajareis, pero sabiendo que no es vuestra, pues es
de mi responsabilidad cuidarla y responder por ella. Abriré mi macuto y os
entregaré semillas para que crezcan la calabaza y la sandía junto al girasol,
la papa, las nueces, el piñón y las bellotas....”
Y las repartí por Colorado,
Utah y Arizona. Les entregué mi bastón como estaca de labranza, y di a cada uno
doradas espigas de maíz que crecerían más alto que un hombre.
La tierra se convirtió para
ellos en su madre mimada, y todo dio fruto en tan solo un año, creando un lugar
privilegiado donde habitaron los clanes del Oso, el Águila, la Serpiente,
el Coyote, el Sol y el Agua; un lugar donde al acabar el año se apaga el fuego
viejo y se enciende el nuevo. Hablé junto a sus lumbres y los llamé Hopis.
Sus gentes tuvieron tiempo
para meditar, jugar y aprender que el secreto está en el gran equilibrio que
debe existir entre todo y todos, entre los elementos y el hombre, el hombre y
el hombre, el hombre y los cuatro costados o vientos del mundo.
Pasó el tiempo y puse de
nuevo al hombro mi macuto, y até mis plateados cabellos de hombre centenario y
eché a andar hacia el este, no sin antes despedirme de mis gentes, ahora
centinelas de mi saber. Ese día volvió a cambiar mi vida, ya que ellos me
dieron un nombre nuevo: Pahana, que significa “el que ha de volver”. Y acepté
sus súplicas de regreso, al tiempo que me perdí en la lejanía, que me llevaría
a adentrarme en el Gran Océano con mi vieja canoa.
Desde mi retiro y ancianidad
más absoluta he recibido innumerables noticias de todo cuanto construimos. No
puedo mas que preocuparme al saber que el Gran Árbol de la Paz fue
destruido a hachazos, y en su lugar se construyó una nación que olvidó las
palabras que le regalé en boca de mi desaparecido Hiawatha; el equilibrio que
di a tantos pueblos se rompió; mi legado se transformó al gusto de quienes
edificaron esa nueva América. La tarea de “El Conciliador” se borró con la del
papel verde, y mi propósito de fraternidad violado y enmascarado con enormes
asambleas de muchas naciones, unidas bajo el mismo interés: vivir a costa de
otros.
Desde mi retiro y ancianidad
más absoluta, he recibido las críticas más variadas; dicen de mí que estoy
senil, que no rijo; dicen que juzgo sus actos porque no sé nada de diplomacia;
dicen que ya no tengo lugar entre ellos...
He dirigido la mirada a mis
pueblos y no he hallado sino exterminio atroz, y no es cosa del pasado, sino
del presente... hoy se extermina en silencio, veladamente.
Sin embargo, desde mi
temporal retiro y sobrada madurez, me he dispuesto a escribir esta misiva con
un solo fin: dar aliento a los que fuisteis engañados por los mediocres.
Guardad sólo estas palabras: Yo estoy con vosotros, porque el Pahana cumple sus
promesas y vendrá por vuestro Oriente –desde cada una de vuestras conciencias-,
para tender su mano, esperando recibáis de nuevo semillas que plantar,
confiando que vosotros queráis ser “conciliadores” y “cuidadores de la tierra”
y todo cuanto en ella está.
Yo cumpliré con mi palabra;
sed buenos anfitriones en vuestras casas y comenzad a plantar, sin más demora,
el Gran Árbol. Un gran arbusto que habrá de nacer en el valle donde las bayas
son eternas, como la misma vida. Os espero.
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