I
El muerto al que sorprendió
el divorcio
Cuando comenzaba a clarear
sobre la extensa y fértil campiña romana, los siniestros y cavernosos graznidos
de los cuervos se impusieron al canto de otras aves. Esa mañana, con su gutural
kra-kra, heraldos de los peores
presagios (los pájaros de ébano, como
los llamó Poe), fueron testigos de algo muy desagradable…
Un tren sigue el recorrido
del río Tíber, y en pocos minutos, cumpliendo puntual con su cita matinal, se
espera que llegue a la Estación de Roma Termini. Nada particular sucedió en la estación esa mañana: el ir y venir
de emigrantes, especialmente sardos; la antediluviana marquesina de cemento
seguía donde siempre, y nada había perturbado el armonioso aire futurista del
edificio. Hasta que llegó el tren procedente de Milán, y se hizo oficial que
uno de los pasajeros había desaparecido.
Para ser completamente fieles
a la realidad, la acostumbrada normalidad cotidiana se había interrumpido un
rato antes, sin que nadie se hubiese dado cuenta, además de los cuervos; cuando
el cuerpo sin vida de un hombre de mediana edad había sido arrojado de la veloz
máquina procedente de Milán.
Junto a las vías, entre
matorrales, el cadáver de Charles Lampert, todavía tibio, será –durante unas
horas- objeto de atención de la variada fauna local. Hasta que unos campesinos
informaron del trágico hallazgo y la policía se hizo cargo del asunto.
Entretanto, a seiscientos
kilómetros de distancia, en la exclusiva Cortina d’Ampezzo, la despreocupada alta
sociedad europea disfruta del agradable verano alpino de 1963.
En el corazón de los Alpes
Dolomitas, pongamos la mirada en el confortable Miramonti Majestic Grand Hotel. Allí se alojan las elegantes y
coloridas damas que (hastiadas de escuchar la palabra negocios de labios de sus maridos) comparten chismorreos, y aspiran
a codearse con algún miembro de la realeza europea.
Y, luego, está Reggie, la
aburrida señora Lampert (de soltera, Regina Rustonni), por estos días sin
apetito alguno de cotilleos. Esta mañana anda absorta en el debate interno sobre
la conveniencia o no de proseguir con su matrimonio. Sentada en la soleada y
concurrida terraza del Bar Caminetto,
disfruta de un refrescante cóctel 501
y, sin embargo, ahí la ven, aislada del resto, rehén de sus profundas
reflexiones. Con la mirada perdida en la impresionante panorámica del valle,
nada alrededor logra captar su atención. Y eso que Cortina, Perla de las Dolomitas, luce exultante.
Además, Reggie, ansiosa por los pensamientos que perturban su paz, ya ha
decidido que comerá de inmediato, como una fiera. Toma la carta y elige en
abundancia.
Lo primero que se
preguntarán es ¿quién es Reggie Lampert?
De figura delicada, que no frágil, y rostro angelical, Reggie podría parecernos
una más de las muchas señoras que, en solitario o acompañadas de sus esposos,
campan caprichosa y despreocupadamente por todos los rincones del hotel,
dejando a su paso murmullos cargados de envidia, narcisismo, seducción e
incluso odio. Tal juicio sobre ella sería inapropiado. Reggie (aunque sorprenda,
sin un gramo de frivolidad), posee un innato e inusual encanto. Se tiene o no
se tiene. Como si -con sus treinta y cuatro años- todavía fuese una inagotable
fuente de inocencia.
El resto de ella es,
igualmente, admirable; y, si bien es cierto que no es la erótica y curvilínea Venus Capitolina, suya es, intuyo, la
tersura de su labrado mármol. No es la Bardot, ni falta que le hace. Su figura
es, salta a la vista, una fina porcelana de Haviland, la mágica pose de una
bailarina.
Reggie podría parecer fría y
distante, pero no nos dejemos engañar por la primera impresión: la suya es la
sobria belleza con la que la naturaleza dota a sus criaturas predilectas.
Sin artificios ni poses,
tras las colosales y negras gafas de sol con las que esconde las expresivas
pestañas que protegen su mirada, hay una mujer que desespera por volver a
sentirse viva. Quien dice viva dice libre. Odia la rutina y sabe, como buena gata, que vida y libertad, en un mundo como el nuestro, son el único patrimonio que
no tenemos derecho a ceder a nadie.
Ensalada, faisanes, vino
rosado… Un cremoso espresso puso el
punto y final al copioso almuerzo.
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