II
Anna, regreso a Roma
Un cremoso espresso es algo sagrado para una
romana. Sin embargo, apenas pudo disfrutarlo, porque un niño -y no uno
cualquiera, sino Luigi, el hijo de su amiga Anna-, irrumpiría en escena tomando
el rostro de Reggie como blanco de tiro de su nueva pistola de agua. La
gracieta del pequeño de siete años no fue recibida con agrado.
En ese sentido,
la chica no era –desde luego- alguien condescendiente con los niños maleducados.
A decir verdad, la palabra que mejor definió en ese preciso instante a la
irritada señora Lampert fue benévola;
casi diría clemente. Sus primeros
instintos, súbitamente reconvertidos en un estruendoso grito que vocalizaba el
nombre Anna, consistían en agarrar al
sonriente crío por ambos brazos, acercarlo velozmente a la barandilla y, sin
darle la oportunidad de justificarse, arrojarlo al fondo del profundo valle.
Anna se acercó de inmediato,
pidiendo disculpas a su amiga, que ya reprendía al niño.
-Luigi, querido, no
pretendas excusarte diciendo que creías que no estaba cargada. La próxima vez
llamaré al Babau –le amenazó mientras
secaba la cara mojada. El pequeño se limitó a sonreír con cierta malicia mal
disimulada. La mención del Babau (un monstruo
imaginario del folclore italiano) no pareció preocuparle lo más mínimo.
Al instante, esperando que
Anna se hiciera cargo de la situación, Reggie observó atónita la completa
transigencia de su amiga hacia el crío, al que mandó a jugar lejos de allí.
-¿Por qué no le dices que se
divierta tratando de provocar la caída de los montañeses? –le espetó a Anna,
que la miró con una tolerante sonrisa.
-Disculpa, querida. Lo menos
que quiero es hacértelo más difícil…
-Anna, regreso a Roma.
-¿Tan pronto? –preguntó
sorprendida. Aquella conversación se tornaba seria, y encendió un cigarrillo.
-Ya lo he decidido. Quiero
el divorcio.
-¿De Charles?
-Naturalmente, ¿de quién si
no? Él es mi marido.
-Pero, querida…
-No puedo explicártelo –la
interrumpió mientras secaba sus gafas-, pero me siento muy desgraciada. Creo
que empiezo a quererlo…
-¡Lo sabía, cachorrito! No
es preciso que digas más; te conozco como si fueras mi hermana. Con objeto de
evitar que los sentimientos que ahora experimentas hacia Charles, se transformen
en profundos afectos amorosos, tal y como parece que ocurrirá, tú vas y te
divorcias. Porque estás convencida de que sentir amor por un hombre acaba por
arruinarlo todo; tu libertad, claro.
La última vez que Reggie vio
a su esposo (unos días antes, cuando él, sorpresivamente, decidió abandonar el
hotel con destino a Milán, para resolver cierto asunto de negocios que no
permitía demora) lo encontró extraño de veras. Era la primera vez que ocurría.
El señor Lampert se mostró como si supiese que aquella despedida sería la
última. Esos postreros días de convivencia en Cortina, él derramó sobre Reggie
más cariño del habitual, que no es poca cosa; y ella sintió, en aquel entonces,
que las manos de Charles eran más paternales y protectoras de lo que nunca
antes habían sido. Y, rompiendo la norma, se dejó querer sin contrariedad
alguna.
El señor Lampert siempre
había sido claro respecto a su deseo de tener hijos. Mientras que ella había
procurado evitar el tema durante los dos años que ya duraba el matrimonio. He
ahí uno de los principales motivos por los que Reggie apostaba por regresar a
Roma, cenar con su marido, abordar el asunto –mirándolo a los ojos- y acabar,
de una vez, con la incertidumbre que la tenía presa.
-Si de verdad me enamorase
de Charles, acabaría convertida en la madre de sus hijos… ¿Te imaginas, Anna?
Es terrorífico.
-¿El qué?
-Imaginarme siendo la madre
de alguien como, qué sé yo… Luigi… ocuparme de todas sus necesidades
infantiles, de las obligaciones que conlleva ser madre, especialmente cuando la
tranquilidad de la noche se ve rota por el desgarrador grito del bebé. Y así un
año tras otro, run run, con millones
de liras en gastos, a veces inútiles, del caprichoso querubín de la casa, que
acabará independizándose cuando yo descubra que he perdido parte de mi vida.
Anna, visiblemente afectada
por las palabras que Reggie le había dedicado, y que tanto le concernían, no
supo qué responder. Como estatua de sal, con la mirada empezando a humedecerse,
anclada en la única nube que, lenta, recorría el valle. Hasta que un nuevo
comentario de Reggie la hizo volver en sí.
-Todo parecía mucho más
sencillo en La Riviera…
-¿La Riviera?
-Sí, La Riviera. Hace dos
años, ya sabes, cuando nos conocimos en la costa y pasamos un par de semanas
juntos…
-¡Vaya par de locos! Lo
recuerdo bien: Chica guapa, de buena familia romana, asfixiada por las normas
paternas y ansiosa por abrir las alas y volar, conoce a Charles Lampert;
soltero maduro, próspero y discreto, discretísimo, anticuario americano
atrapado por el encanto de Roma desde que la vio por primera vez durante la
guerra, Lampert acepta un matrimonio con la joven, conocedor de que ella, según
le ha hecho saber desde el primer instante, no cree en el amor. La verdad siempre por delante, exige la
norma sagrada de la chica.
-Vaya, Anna… -susurró con
cierto rubor- Haces que parezca la turbulenta crónica de uno de esos tabloides
para señoras. Pero me siento tan desgraciada que no puedo seguir así.
Todo había dado comienzo con
un par de soleadas semanas en la Riviera Italiana; en concreto, se acomodaron
en el hotel La Dolce Vista. Rodeados
de palmeras, la villa se convirtió en el entorno adecuado para que algo
surgiera entre Charles Lampert y Regina Rustonni.
Él, simpático y cautivador
hombre de negocios anticuarios, especialmente, libros y juguetes; sí, juguetes;
con especial predilección por los artefactos franceses del siglo XIX.
Charles posee, perdón,
poseía, el don de seducir con su humor fresco e ingenioso a quien se lo
propusiera. Aunque parezca increíble,
estuvo tan volcado en sus negocios durante quince años, que hasta que
conoció a Reggie no había encontrado la ocasión oportuna para conocer a alguien
en serio. Decidido a vivir más y trabajar mucho menos, La Riviera le pareció un
buen puerto para comenzar.
Ella, poco reconocible en la
divertida noche romana, es un delicado gorrión –de rama en rama- que no sabe a
dónde dirigirse; pues sólo sabe que desea abandonar el nido que la oprime.
Inacabables, solitarios y
reflexivos paseos de satén a lo largo de la bahía de Santa Margherita Ligure,
la llevaron a tropezar varias veces con Charles. Un aperitivo -con el cielo y
el mar como acuarelas- condujo a otro. Luego, cita en la playa, risas entre
brindis de espumoso, complicidad, y cena a la luz de las candelas. Fuera de
carta, como postre especial, romántica y ardiente (por este orden) noche juntos
en el Dolce Vista.
Maurice Clavell, el orondo y
entrañable director del hotel, los vio llegar al rozar la medianoche. Un rostro angelical, un cuerpo esculpido por
Givenchy, pensó el refinado señor Clavell al ver por primera vez a Regina
Rustonni; y lleva razón.
Tras dos semanas de inmoral
convivencia en el hotel, Charles y Reggie partieron hacia Roma y allí se
casaron.
-¿Sabes qué es lo peor,
Anna? Que Charles lleva unos días actuando de forma extraña, inusual en él.
Hace una semana recibió una misteriosa llamada… No sé con quien hablaba, pero
mi marido parecía que iba a perder los nervios de un momento a otro… Luego
vinieron llamadas de madrugada, sin una palabra, sólo silencio y una leve
respiración llena de odio… Pregunté a Charles sobre todo ello, y me mintió
diciendo que no era nada. Oh, Anna… Después, inesperadamente, me dijo que debía
dejar el hotel y resolver un urgente asunto de negocios. No se mostró
preocupado cuando me lo dijo, pero a mí no me engaña, pasa algo muy raro.
-¡Vaya! ¿Un asunto de
faldas? Lo dudo, querida.
-No lo sé. Verás: No es
lógico que un anticuario, cansado de los aeropuertos, que adora quedarse en
casa… -calló con rostro inquisitivo-. Pasa horas, horas, con su colección de
herrumbrosa chatarra francesa; desayuna todos los días con su esposa sin
restricciones de tiempo; sus negocios (dos tiendas, en Via Condotti y Via dei Coronari) van viento en popa… No es lógico, digo, que reciba llamadas
amenazadoras… ¿Con quién estoy casada, Anna?
-Eso es lo de menos,
cachorrito. Pronto, con un exmarido rico, y vistiendo como vistes, no te será
difícil hacer nuevas amistades…
-¡Oh, qué frívola resultas! Detesto
la idea del divorcio, Anna, de veras; pero Charles no es sincero conmigo, y
precisamente lo que exijo a todo el mundo es la verdad. Sin embargo, todo son
mentiras y secretos… Aunque cediera a sus deseos y me convirtiese en madre; y
aunque venciera mis miedos a perder la libertad en brazos de mi enamorado, las
mentiras y los secretos siguen ahí. ¿Entiendes?
-Claro, Reggie –la tomó de
las manos-. Haz lo que debas.
-Estoy segura de que me
oculta algo que debe de ser terrible. Y eso me asusta… Me asusta mucho.
-A mí me asusta lo que
estará haciendo mi hijo por ahí.
¡Qué certera! Como si fuera
la escena de un film, las palabras de Anna (acompañadas con inquieto y teatral giro
de cabeza a ambos lados) llegaron puntuales, dando pie a que un hombre, para
más señas, Peter Joshua, se acerque a la mesa y, dirigiéndose a las dos amigas,
pregunte:
-¿Esta criatura pertenece a
ustedes?
El inquieto Luigi, con sus angelicales
manitas aun teñidas por la tierra, permanecía quieto a su lado.
-Es mi hijo ¿Dónde lo
encontró?
-¿Robando un banco? –añadió
Reggie.
-Pues… a decir verdad, tirando
piedras a los montañeros.
-Oh, gracias –respondió
Anna, ruborizada-. Será mejor que me lo lleve y hablemos, en serio, de madre a
hijo.
En la despedida, el crío aún
tuvo tiempo de echar mano de su pistola de juguete; y dispararle –serenamente- un
abundante chorro de agua fresquita a la imperturbable cara del señor Joshua. Lo
cual condujo a que la veloz mano derecha de su progenitora volase rauda a
estamparse, sonora, en la nuca del crío. Lo que toda la vida se ha llamado,
vulgarmente, una colleja. Y ésta fue
de las sabrosas.
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