El fantasma de Marley
Por si alguien todavía no se había enterado, Marley estaba muerto. Tan
cierto como que su acta de defunción fue firmada por varias personas, desde el clérigo
hasta el dueño de la funeraria. También estaba la firma de Scrooge. Y si
Scrooge, que en las finanzas era un hombre muy reputado, había puesto su
rúbrica en el papel, es que, sin ningún género de dudas, el viejo Jacob Marley
estaba muerto y bien muerto.
Durante no sé cuántos años, Scrooge y Marley habían sido socios. Y no sólo
eso: Scrooge también había sido el único amigo de Marley. Tras su muerte, fue
su exclusivo heredero y representante legal. Nadie, salvo Scrooge, asistió a su
entierro. Fue el único que lamentó la pérdida, aunque no mucho, todo sea dicho.
A decir verdad, la aflicción disminuyó aún más al saber que el funeral, en
términos monetarios, había sido un verdadero chollo.
Así que, insisto, Jacob Marley estaba muerto. Conviene no olvidarlo, pues
la extraordinaria historia que comienzo a narrar es del todo prodigiosa,
precisamente, porque Marley había fallecido hacía años. Exactamente siete han
pasado desde aquella gélida tarde del 24 de diciembre -víspera de Navidad- de
1836; y el cartel que reza Scrooge &
Marley, colocado sobre la puerta de entrada al negocio que compartían,
sigue igual. Bueno, la madera está bastante estropeada, pero el texto permanece
claro. Scrooge no se había molestado en quitar el nombre de su desaparecido
asociado. A saber cuánto le habrían cobrado por ello. Al fin y al cabo, cada
vez que alguien nuevo visitaba la oficina y lo llamaba por el nombre
equivocado, él no lo sacaba de su error. A Scrooge, absorbido por una profunda tacañería,
le daba igual. A él le parecía que el tiempo era oro, y el oro lo más preciado,
por encima de cualquier asunto humano.
No creo que alguien en Londres ignorase que el viejo y pálido Scrooge tenía
muy malas pulgas. Lo sabían los perros lazarillos, que con sólo olerlo bajaban
el rabo y huidizos tiraban con fuerza de sus dueños, incitándolos a refugiarse
en algún portal cercano. La frialdad de su rostro, con ojos abrasados por la
avaricia, sobresalía en el morado de sus labios, en las mejillas escamadas y en
una inconfundible nariz aguileña, roja como un pimiento. Todo él huesos y
soledad, sin resquicio alguno para una mísera onza de dadivosidad en su
encorvado cuerpo. Tan lejos de todo calor humano, Scrooge parecía escarchado,
incapaz de generar simpatía o chispa alguna, rebosante de indiferencia hacia
los demás. De modo que no debe extrañarnos que de camino a la oficina nadie por
la calle se le acercara. Tampoco los mendigos se atrevían a pedirle caridad. La
ausencia de generosidad es agresiva de por sí, cuánto más si hablamos del avinagrado
y huraño señor Scrooge, que no hacía oír su chirriante y violenta voz sino para
juzgar al prójimo. A decir verdad, le era indiferente lo que cualquier persona
pudiera pensar de él. Porque a su juicio, la vida es competición y cada cual
tiene lo que se merece.
Así que, como era de esperar, la glacial y neblinosa tarde del 24 de
diciembre de 1843 encontró a Scrooge en su oficina, como siempre, atareado. El
reloj anuncia que son las tres de la tarde, y desde la ventana del despacho no
se ve mucho de lo que ocurre afuera, porque el día nació entre brumas y morirá
en penumbra. Pero, a través de los cristales, se intuye a la gente corretear animadamente
de un lado a otro bajo una sutil lluvia de copos de nieve. Tímidamente, se
escucha el arrebatador canturrear contra la piedra cruda de los cascos de los
caballos tirando carruajes. Algunos viandantes, embriagados por la melodía,
patean el empedrado suelo para entrar en calor. Otros, ante un tiempo tan
desapacible, se apresuran hacia su destino, serpenteando peligrosamente sobre
el resbaladizo pavimento, mientras un coro entona villancicos desde hace un
buen rato. Creo que el dulce y sabroso aroma a pavo asándose los ha engatusado.
Nada de esto, por otra parte, interrumpió al arisco Scrooge, que sólo se
permitía la distracción de vigilar que Bob Cratchit, su joven empleado,
cumpliese con el trabajo. Ya ven ustedes, el humilde copista Bob, que si por
algo es conocido entre los suyos es por ser honesto y diligente. Si su jefe le
encomienda copiar éste o aquel documento, Bob se pone a ello de inmediato y sin
tregua. El cumplidor empleado de Scrooge
& Marley padecía de primera mano la roñosería de su jefe. En tardes
como ésta, Cratchit se afana por sacar un poco de calor de algunas pocas brasas;
no muchas, a decir verdad, ya que la carbonera está en el despacho del viejo, cuya
lumbre era tan penosa como la inhumana tacañería que lo abrasaba en las
entrañas. En consecuencia, el escribiente, con tal de ahorrarse una bronca de
su jefe, combatía el frío arropándose con una enorme bufanda blanca, y los
dedos cerca de la llama de una vela.
-¡Feliz navidad, y que Dios le guarde! –gritó una jubilosa voz desde la
entrada de la oficina. Se trata de Fred, el sobrino de Scrooge, que se anunció
de forma tan inesperada y graciosa que molestó en extremo a su tío.
-¡Bah! –exclamó Scrooge- ¡Paparruchas!
El sonrosado y radiante rostro del muchacho no se turbó ni una pizca;
conocía bien el agrio carácter de su pariente, así que no se abatió.
-¿Las navidades unas paparruchas? No lo dice en serio.
-Y tan en serio, sobrino –contestó Scrooge-. Feliz navidad… ¿qué motivos
tienes para ser feliz? Eres tremendamente pobre.
-A ver, tío. ¿Qué motivos tiene para estar de tan mal humor? Es usted muy
rico.
Escaso de ingenio, Scrooge no alcanzó sino a repetirse.
-¡Bah! ¡Paparruchas!
-No se enoje, tío.
-¿Cómo no voy a estarlo si vivo en un mundo de idiotas? –replicó alzando la
voz-. Si por mí fuera, cada uno de esos que anda por ahí deseando feliz navidad
debería ser cocinado en el jugo de su propio pudding, y luego enterrado con una estaca de acebo en el corazón.
Así que celebra la navidad a tu manera, sobrino, y déjame a mí con la mía.
-¡No se enfade –insistió el muchacho- y venga a cenar con nosotros mañana!
-¡Nunca!
-Tío, lamento de corazón verle tan obstinado en sus ideas, pero ni eso hará
que mi ánimo navideño se quiebre. Así que, con sincerad, le deseo ¡feliz
navidad!
-Buenas tardes, sobrino.
El chico felicitó las pascuas al señor Cratchit, y sonriente se dirigió a
la salida para perderse en las atiborradas calles, no sin antes añadir un
sonoro ¡y feliz año nuevo, tío! En la
puerta coincidió con dos caballeros, robustos y de buena presencia, que entraron
y se presentaron ante el viejo cascarrabias sosteniendo sus sombreros y algunos
papeles. Lo saludaron con una leve inclinación de cabeza.
-Scrooge & Marley, creo –dijo
uno de los señores- ¿Tengo el placer de dirigirme al señor Scrooge o al señor
Marley?
-El señor Marley murió hace siete años, en esta misma noche, precisamente
–respondió Scrooge.
-Estamos seguros de que su generosidad está bien representada por su socio
sobreviviente –dijo el otro caballero, presentando sus credenciales que pasaron
a las huesudas y gélidas manos de Scrooge.
La sola mención de la palabra generosidad hizo que el viejo egoísta
frunciera el ceño. Leyó la acreditación con evidente desgana y se las devolvió.
-Verá, señor –dijo uno de los caballeros-, en esta época festiva del año
algunos hemos creado un fondo para ayudar a que los menesterosos no carezcan de
comida…
-¿Dejaron de funcionar los asilos para pobres? –interrumpió Scrooge.
-Están desbordados, señor. Por esa razón estamos pidiendo fondos para que
no les falte comida, bebida y medios para calentarse. ¿Con cuánto desea
contribuir?
-¡Con nada! –respondió secamente-. Nada de eso es asunto mío. Pago mis
impuestos y, además, no celebro la navidad; y no puedo permitirme el lujo de
que desconocidos, gente sin oficio ni beneficio, la festeje a mi costa. Cada
hombre debe ocuparse de sus propios asuntos, caballeros, y los míos me tienen
siempre ocupado. ¡Buenas tardes!
Viendo que todo esfuerzo sería inútil, los altruistas caballeros dieron las
buenas tardes y abandonaron escandalizados la oficina, dejando a Scrooge con su
trabajo y la triste satisfacción de haberse desahogado a fondo.
Cuando el reloj de la iglesia dio las siete, la campana se sacudió la
escarcha y lo acompañó danzando con roncos y trémulos movimientos, como dientes
que castañean de frío. Llegó la hora de cerrar el despacho, y Scrooge comenzó a
recoger sus cosas. Cratchit sopló con apremio la vela y se puso el sombrero.
-Supongo que mañana no querrá venir a trabajar –dijo el anciano.
-Si no le importa, señor –respondió el escribiente con una apocada sonrisa.
-Me importa, y mucho. Si yo le descontase por ello media corona, usted lo
consideraría un abuso por mi parte. Y, sin embargo, no ve que yo soy el
maltratado, teniendo que pagarle un jornal que no ha trabajado.
Cratchit comentó que sólo se trataba de una vez al año.
-¡Pobre excusa para asaltar el bolsillo de un hombre cada 25 de diciembre!
–replicó su patrón, abrochándose el abrigo hasta la barbilla-. La mañana
siguiente le quiero aquí puntual.
-Así será, señor –le dijo mientras Scrooge gruñía y echaba el cierre al
establecimiento. El empleado echó a correr, con los extremos de su bufanda
agitándose debajo de su cintura, camino de casa, en Camdem Town, sin
desaprovechar la ocasión de deslizarse por nevadas calles empinadas, como es
habitual en la chiquillería.
Desde lo alto del gótico campanario, más allá de la niebla que todo lo
invade, se observa el paso firme de Scrooge camino de la triste taberna de costumbre,
donde tomó una desangelada cena y se distrajo repasando el libro de cuentas. En
las oscuras calles, algunas antorchas alumbran el camino de los carruajes,
mientras la encorvada figura del viejo es espiada por las miradas de hombres y
muchachos zarrapastrosos, que reúnen sus heladas manos alrededor de un
improvisado y desangelado fuego. Los escaparates brillan al calor de las
lámparas que iluminan ramitas y bayas de acebo, y tiñen de rojo y verde los
rostros de unos pocos peatones. Frío penetrante que lame y roe como perro que
mordisquea un hueso, mientras las pollerías y tiendas de comestibles despachan
sus últimas viandas, y en la calle se venden las últimas castañas asadas. El
alcalde ordena a sus cincuenta mayordomos y cocineros que preparen el salón,
donde servirán los manjares que corresponden a un cargo tan distinguido.
Entretanto, un pobre muchacho se cruza con Scrooge, ya camino de casa, y
comienza a entonar un villancico con el que pretende obsequiarle:
-¡Dios le bendiga, jubiloso caballero, y que nada le traiga desaliento!
No fue necesario que Scrooge abriera la boca. Se quedó inmóvil por un
instante, clavando su maliciosa mirada en los confusos ojos del bienintencionado
desconocido. El despreciable anciano no abrió sus invernales labios y, sin
embargo, lo dijo todo. De modo que el cantor, desconcertado, comprendió que lo
mejor sería no decir nada y desaparecer. Scrooge llegó a su lúgubre casa, un
desvencijado y deprimente edificio por el que los años habían pasado de lleno,
y a cuya oscura entrada su dueño llegó casi a tientas. Rebuscó entre su pesado
manojo de llaves y se dispuso a abrir, observando que la aldaba de la puerta,
la misma que veía cada vez que entraba o salía, lucía diferente a lo habitual.
Que alguien me explique, si es que puede, cómo fue que al meter la llave en la
cerradura, Scrooge observó el horripilante rostro del difunto Marley en la
aldaba de bronce. Era un semblante lívido y encerado, rodeado de luz mortecina;
con la misma mirada, huérfana de vida, que habitualmente le dedicaba a su
socio, con los lentes colocados sobre la frente y los fantasmagóricos ojos bien
abiertos. Su ceniciento cabello parecía flotar como si una invisible criatura
soplara su cálido aliento tras él. Sorprendido y sin apartar los ojos, Scrooge
observó cómo, al instante, la aldaba volvía a lucir como era usual. Y, claro,
aunque es cierto que la visión del vaporoso rostro de Marley le causó una
sensación horrible que no recordaba desde su infancia, una vez que entró en
casa encendió una mísera vela y observó que tras la puerta no había
absolutamente nada; así que le restó importancia a lo ocurrido, cerró de un
portazo y echó el pestillo. Vela en mano, atravesó el recibidor y comenzó a
subir las escaleras, tan espaciosas que por ellas perfectamente podría subir un
carruaje. De hecho, la escasa luz que emitía la candela contribuyó a que el
anciano imaginase que en la húmeda oscuridad que le esperaba peldaños arriba,
le precedía una carroza fúnebre. A pesar de ello, sus pies siguieron adelante,
audaces, haciendo que la vetusta escalera de madera entonase tímidos crujidos.
Al viejo no le disgustaba la oscuridad; precisamente, porque es barata. Sin
olvidar el rostro de Marley en la aldaba, echó un vistazo al resto de las
habitaciones antes de encaminarse al dormitorio. Todo en orden. En su alcoba le
esperan las pantuflas, la bata y el gorro de dormir. Y unas desagradables
gachas que tomó sentado junto a la vieja chimenea, cuya lumbre era pobrísima
para una madrugada que se intuía bien cruda. Arrimado lo más que pudo al tenue
calor que salía del hogar, Scrooge se terminó la insípida papilla mientras
observaba los azulejos que recubren la chimenea. Las cerámicas ilustran
diversas escenas bíblicas, repletas de Caínes y Abeles, apóstoles y seres
angelicales; pero un rostro, sólo uno, ronda insistente sus pensamientos: el
difunto Jacob Marley. Paparruchas, se
dijo con aplomo. Tratando de distraerse posó la mirada sobre una campanilla en
desuso que colgaba de la pared, sobre la puerta. El anticuado avisador estaba
enlazado a otras semejantes en las demás estancias del edificio. Aquí viene lo
sorprendente: Cuando sus marchitos ojos miraban la campanilla, ésta comenzó a
balancearse levemente, sin apenas ruido. Eso al principio, porque de inmediato
empezó a mecerse más y más fuerte, repicando en sintonía con las demás de la
casa. Un miedo extraño recorrió repentino y veloz la espalda del anciano
durante el medio minuto que duró aquello, aunque a él le pareció que el
repiqueteo duró una eternidad; hasta que, de súbito, las campanillas
enmudecieron. El espanto no desapareció, principalmente, porque al silencio de
las campanillas siguió un ruido estridente que parecía provenir del piso de
abajo; como si alguien en el sótano estuviese arrastrando pesadas cadenas. Fue
entonces que Scrooge recordó haber escuchado que en las casas encantadas los
fantasmas acarreaban cadenas. Este recuerdo hizo que su desasosiego creciera,
ayudado por el desagradable bullicio metálico que se escuchaba cada vez con más
claridad, subiendo lenta y pesadamente por las escaleras, aproximándose a la
puerta de su dormitorio.
Aquí dejo a su imaginación el desencajado rostro de pavor que se le puso al
viejo, cuando aquel estridente sonido atravesó la gruesa puerta de la alcoba y,
ante sus ojos, tomó la forma de un ser humano. Tal cual. Las débiles llamas de
la chimenea se avivaron de forma repentina, como si exclamasen asustadizas: ¡Le conocemos! ¡Es el fantasma de Marley!,
y volvieron a decrecer. En efecto, era el mismísimo Jacob Marley. El aspecto
del fantasma hizo que Scrooge -que lo observó con suma atención- no albergase
la más mínima duda. Era él, su desaparecido socio; con su acostumbrada coleta y
sus mismos calzones y botas. Idéntico en todo, el espectro llevaba ceñida a la
cintura una larga cadena formada de oscuros y pesados eslabones, a los que
había engarzados abundantes racimos de llaves, candados, cajas de caudales,
voluminosos libros de contabilidad, sin olvidar varias escrituras de
compraventa. Su cuerpo lucía casi transparente, algo que no sorprendió a
Scrooge, que sabía de buena tinta que Marley siempre había carecido de entrañas.
Y, sin embargo, el descreído anciano, siempre tan racional, no acababa de
creerse que una fantasmagórica presencia se hubiera adentrado en su dormitorio
y estuviese ahí, de pie junto a él. Incluso atribuyó aquella visión a una mala
digestión. Tal vez un trozo de carne demasiado pesada o una papa algo cruda… De
modo que su incrédula mente combatía contra sus sentidos, tratando de no perder
la calma mientras lo contempla de arriba abajo, prestando especial atención a
sus ojos mortalmente fríos y al paño doblado atado alrededor de la cara y la
barbilla. Inmóvil frente al viejo, el espectro parecía envuelto por alguna
clase de invisible, vibrante e infernal vapor, haciendo que su cabello y los
faldones del traje se agitasen tenue y febrilmente.
-¿Quién eres? –le demandó Scrooge.
-Pregúntame quién fui.
-Pues, ¿quién fuiste?
-En vida fui tu asociado, Jacob Marley –alegó antes de desatar el pañuelo
que enmarcaba su rostro, haciendo que la mandíbula inferior se descolgara de
forma macabra sobre el pecho, al tiempo que emitía un estremecedor y hondo
quejido. Scrooge se echó hacia atrás en el sillón, petrificado por aquella
horripilante exhibición.
-¡Piedad! –imploró aterrorizado-. ¡¿Por qué me atormentas con tu
presencia?!
-Viejo materialista –replicó el espíritu, sacudiendo las lúgubres cadenas
con sus retorcidas manos-. Ahora, ¿crees lo que ven tus ojos, o no?
-Sí, sí, creo. No me queda otra que creer.
-Sin reposo, arrastro las cadenas que forjé en vida. Eslabón a eslabón,
metro a metro. Lo hice por mi propia voluntad. Ahora, ya ves, condenado a vagar
sin paz ni descanso, con la permanente tortura del remordimiento de quien sabe
que no puede enmendar lo que hizo en vida. ¡Ay, Ebenezer Scrooge, si vieras la
cadena que te has ido fraguando día a día! Siete navidades atrás era tan larga
e insoportable como ésta, y todavía sigues trabajando para que crezca.
-Pero, tú, mi viejo Jacob Marley, siempre fuiste un buen hombre de negocios
–balbuceó Scrooge, temblando de terror como si fuera una hoja.
-¡¿Negocios?! ¿Negocios, dices? -exclamó doliente el espectro-. Mis
semejantes y su bienestar deberían haber sido mi negocio. De mi incumbencia
tenían que ser la paciencia, la benevolencia y la solidaridad.
Elevó los brazos hasta donde le fue posible y luego los dejó caer
arrastrados por el insoportable peso de las cadenas que lo tenían cautivo, que
vinieron a estrellarse ruidosa e infernalmente contra el suelo.
-¡Te lo suplico –rogó Scrooge-, no me asustes más y dame algún consuelo!
-¡Escúchame, Ebenezer! –prosiguió el aparecido, apuntando con el dedo índice
a poca distancia de su rostro-. Mi tiempo se acaba. He venido para advertirte
que aún te queda una oportunidad para escapar de un destino como el mío.
-En todo momento te consideré un amigo leal, mi buen Jacob. ¡Te lo
agradezco!
-Serás visitado por tres espíritus.
-Pre… preferiría que no ocurriera –balbuceó estremecido. Su semblante
palideció casi tanto como el del fantasma.
-Sin esas visitas –dijo el
espectro-, no hay esperanza alguna. Esos tres espíritus son la única
oportunidad de que no transites la senda en que me encuentro. El primero de
ellos vendrá muy pronto, cuando las campanas den la una. Después de esa primera
visita, otras dos te esperan. En cuanto a mí, no volverás a verme. ¡Y recuerda,
Ebenezer, por tu propio bien, no olvides cuanto hemos hablado!
Dicho esto, el fantasma tomó el paño que antes sostenía el mentón y se lo
volvió a atar alrededor de la cabeza, ocasionando el chirriante roce de las
mandíbulas. Luego, retrocedió, alejándose de Scrooge. Y enrolló las cadenas a
los brazos, arrastrando consigo las cajas de caudales, llaves, candados y demás
enseres propios de su actividad humana, para andar penosamente hacia la ventana
de la estancia. Ésta se fue abriendo poco a poco, de manera que cuando el
espectral Marley llegó a ella estaba abierta de par en par. Acto seguido, la
atravesó flotando para perderse en la glacial oscuridad de la noche. Llevado
por la curiosidad, Scrooge se acercó y se apoyó en el alféizar, mirando al
neblinoso cielo y advirtiendo, para su asombro y espanto, que incontables
formas espectrales, todas ellas arrastrando estridentes cadenas, se agitaban en
la negra atmósfera en una suerte de fúnebre danza de macabros y sollozantes
penitentes. Una buena cantidad de estos fantasmas (tal vez autoridades
culpables) iban unidos entre sí por grilletes en los tobillos, compartiendo las
mismas cadenas y destino. Y todos, sin excepción, se dirigían sin descanso de
acá para allá, emitiendo quejidos y lamentos incomprensibles pero cargados de
angustia. El fundamento de su desdicha estaba en pretender intervenir, para
bien, en los asuntos humanos cuando, para su desdicha, ya era demasiado tarde
para hacerlo. Temeroso y exhausto por las emociones vividas, Ebenezer Scrooge
cerró veloz la ventana y, sin más dilación, se metió con presteza en la cama,
corrió las cortinas y al instante se quedó profundamente dormido.
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