El primero de los tres espíritus
Cuando Scrooge despertó y apenas tuvo un poco de lucidez, su pecho se agitó
al recordar cuanto había acontecido antes de hundirse en los profundos abismos
del sueño. Sus oídos esperaban atentísimos a que las campanas de la iglesia
comenzaran a tañer, anunciando que la noche había sido, como siempre, derrotada
por un nuevo amanecer. ¡Y vaya si lo hicieron! Contra toda lógica, un campaneo acompañó
a otro hasta que los metálicos heraldos, al son de ding-dong, proclamaron que era la una de la madrugada.
Poco importa aquí que el anciano hubiera cerrado los ojos cuando las manecillas
del reloj rozaban ya las dos, pues éste es un relato extraordinario donde lo
inesperado y lo insólito reinan por doquier. Así que cuando Scrooge despertó,
la oscuridad de la fría noche invadía toda su alcoba y afuera no se escuchaba
ni un leve murmullo. Perplejo y vigilante atendió el sonar de las campanas
dando la una. De inmediato, la estancia se inundó de una poderosa luz áurea y
los cortinajes de su cama se deslizaron solos. Puedo asegurar que no hubo mano
alguna en este suceso. Apresuradamente, el viejo se echó hacia atrás,
reclinándose sobre el cabezal del lecho, encontrándose cara a cara con la
primera visita que se le había anunciado. Tan cerca de Scrooge estaba el
visitante como yo lo estoy de ti, estimado lector, aquí, en espíritu, a tu
lado. Se trataba de un personaje excepcional, que bien podría decirse no era ni
masculino ni femenino, sino ambas cosas. Parecía un infantil anciano sin
arrugas tanto como una aniñada abuela de sonrosados pómulos, siendo las
dimensiones de este singular ser cambiantes. Si a Scrooge le hubiesen
preguntado por cuál era el detalle más sorprendente de este espíritu, aun a
riesgo de que su testimonio fuese tomado por el de un perturbado, habría
afirmado que lo más relevante de su aspecto estaba en la mudable forma de su
cabeza, cuya coronilla parecía difuminarse como una fulgurante llama dorada que
cálidamente iluminaba todo en torno a sí. De semblante delicado y lozano, el
brillante personaje, que vestía una túnica blanca, parecía esconder una fuerza
extraordinaria. Bajo el brazo llevaba un sombrerillo con forma de cucurucho
-engalanado por ramitas de acebo- que le servía de apagavelas.
-¿Eres el espíritu cuya visita se me anunció? –preguntó Scrooge.
-Lo soy –replicó el ser de diminuta figura y voz dulce y afable.
-¿Puedo saber quién eres?
-Soy el Espíritu de las Navidades
Pasadas.
-¿De todas las navidades pasadas?
-No. De las navidades que tú, Ebenezer, has vivido.
Empujado por una curiosidad inusual en él, Scrooge deseaba ver al espíritu
con el gorro puesto, de modo que le rogó que se cubriera.
-¡Cómo! –exclamó el ser-. ¿Tienes prisa en apagar con tus mundanas manos la
luz que te ofrezco? ¿No te es suficiente con ser una de esas personas cuyas
egoístas pasiones me han forzado a llevarlo durante años?
Con evidente rubor, Scrooge negó cualquier intención de ofender al espíritu,
y le preguntó qué asuntos le habían llevado allí.
-Tu bien –declaró el ser-. Levántate y ven conmigo.
Diciendo esto, el Espíritu de las
Navidades Pasadas extendió su poderosa mano y agarró por el brazo al anciano
con delicadeza. Al ver que la presencia se dirigía hacia la ventana, el Scrooge
se agarró a la túnica y le suplicó:
-Soy mortal y podría caerme.
-Basta un toque de mi mano ahí –le dijo posándola sobre su corazón-, y nada
tendrás que temer.
Y pronunciando estas palabras, atravesaron la ventana. Otro hecho
extraordinario: en lugar de presenciar el aterciopelado manto nocturno de
astros ardientes que cubre la bóveda celeste sobre Londres, los ojos del viejo
observaron una espléndida campiña cubierta de nieve bajo un radiante día de
invierno. Ni rastro de la ciudad.
-¡Santo cielo! –exclamó Scrooge, uniendo, gozoso, sus manos-. ¡Aquí nací y
pasé mi infancia!
El espíritu lo observó con ternura, obsequiándolo con olores que le
resultaron familiares, repletos de recuerdos, ilusiones y abundantes
sensaciones que habían sido olvidadas muchos años atrás. Aquel estallido de
emociones, tan dispares y vívidas, agitaron las entrañas de Scrooge, provocando
la aparición de una lágrima en su mejilla y un leve temblor en sus labios.
-¿Recuerdas el camino? –preguntó el espíritu.
-¡Que si lo recuerdo! –clamó exaltado-. ¡Lo reconocería con los ojos
cerrados!
Y echaron a andar por el camino que, en efecto, Scrooge reconocía a la
perfección. En la lejanía observó el pueblito, la iglesia y el serpenteante río
que está cruzado por un robusto puente. Dejando atrás la aldea y acercándose,
toda una cabalgata de carretas conducidas por granjeros, rebosantes de niños en
plena explosión de júbilo. Animados cantos se derramaban a su paso, y Scrooge
se emocionó más si cabe, pues recordó el nombre de todos aquellos chiquillos
que regresaban a sus hogares para disfrutar las fiestas navideñas.
-No nos verán, Ebenezer –dijo el ser-. Sólo son las sombras del lejano
pasado.
Como si fuera un niño, el viejo gozó de la escena que presenciaban sus
chispeantes ojos, y su conmovido corazón relinchó como un potrillo.
-La escuela no está vacía del todo -añadió el espíritu-. Allí queda un
pequeño solitario…
Scrooge asintió sollozante. Su desconsuelo se acrecentó cuando llegaron a
la escuela, un edificio de ladrillo rojo que había perdido lozanía y esplendor con
el paso de los años. Un colegio húmedo y melancólico, como el aire mismo que se
respiraba al atravesar el vestíbulo, en el que sólo se escucha el eco del
silencio y el lastimero susurro del viento entre las desnudas ramas de los
árboles. En una de sus sombrías habitaciones, amueblada con pupitres y bancos
de madera que forman filas, un muchacho solitario está sentado junto a un fuego
exiguo mientras combate la desdichada soledad inmerso en la lectura. Por su
mente pasan Robinsones perdidos en lejanas islas americanas, y cuentos para mil
y una noches… Scrooge no pudo evitar que le brotaran las lágrimas al verse a sí
mismo en aquella aciaga estampa.
-¡Pobre chico! –dijo compadeciéndose de su propia infancia, y volvió a
llorar.
-Desearía… -murmuró secándose los ojos-. Pero ya es demasiado tarde.
-¿De qué se trata, Ebenezer?
-Nada –respondió afligido-. Anoche, camino de casa, un muchacho entonó un
villancico para mí. Desearía haberle dado algo. Eso es todo.
El Espíritu de las Navidades Pasadas
sonrió pensativo e hizo un ademán con la mano mientras le decía:
-Veamos otra navidad.
Diciendo esto, el pequeño Scrooge que esquivaba la soledad y el abandono
con la lectura, se había convertido en todo un muchacho. Ahora es un hombrecito
igual de desamparado que, con paso ansioso, recorre el aula de un lado a otro;
hasta que la puerta se abre y una niñita de corta edad entra apresuradamente y
se lanza a sus brazos.
-¡Mi querido hermano! -le dice una y otra vez con rostro inocente y
alegre-. ¡He venido para llevarte a casa, Ebenezer!
-¿A casa, mi pequeña Fan? –contestó el muchacho.
-Sí, a casa, para siempre –dijo la niña pletórica de felicidad-. Ahora
Padre está mucho más amable, y ha accedido a que vuelvas con nosotros. Jamás
volverás a este lugar. ¡Estaremos juntos toda la navidad y nos divertiremos
como nadie en el mundo!
La pequeña se puso de puntillas y abrazó todavía con más entusiasmo a su
hermano, al que tomó de la mano para, con pueril impaciencia, llevarlo a casa;
él la acompañó de buena gana.
-Siempre fue una delicada criatura de gran corazón –dijo el espíritu.
-Muy cierto –sollozó Scrooge.
-Murió cuando ya era una mujer –añadió el espíritu-. Tuvo hijos, creo.
-Un niño –agregó el anciano.
-Tu sobrino.
-Sí –respondió intranquilo y cabizbajo. Cuando alzó la mirada, y dejó
escapar un dolorido suspiro, la escena había desaparecido por completo. La
escuela, la campiña, todo se había esfumado sin dejar rastro. Y el bullicio de
la ciudad iluminada al caer la tarde sustituyó el rumor del río y el viento. En
las calles engalanadas, el ir y venir de gentes y carruajes, como si de una
colorida sinfonía se tratase, levantó el ánimo de Scrooge, que de inmediato
reconoció la fachada del almacén de grano que tenía delante.
-¿Sabes dónde estamos, Ebenezer?
-¿Qué si sé dónde estamos? ¡Desde luego que sí! ¡Es el almacén en el que
estuve empleado como aprendiz.
Dentro del edificio, cuando Scrooge advirtió la presencia de un caballero
ataviado con peluca galesa, sentado tras un elevado pupitre, su entusiasmo lo
llevó a exclamar incontenible:
-¡Pero si es el viejo Fezziwig, mi afectuoso patrón! ¡Santo cielo, es Fezziwig
vivo otra vez!
Fezziwig dejó la pluma sobre el escritorio, miró el reloj de la pared
señalando las siete, risueño se frotó las manos, ajustó su chaleco y gritó con
voz jovial y clamorosa al tiempo que sacudía una campanilla:
-¡Eh, chicos! ¡Ebenezer! ¡Dick! Se acabó el trabajo por hoy. ¡Nochebuena,
muchachos! ¡Hora de cerrar sin que pase un minuto más!
Atendiendo a la llamada, el Scrooge de antaño, convertido en todo un mozo,
apareció de inmediato junto a su compañero, llevando a cabo lo que su jefe
ordenaba.
-¡Dick Wilkins! –exclamó al verlo el viejo Scrooge- ¡Cuánto me quería el
bueno de Dick!
-¡Despejad todo, muchachos –exclamó Fezziwig mientras bajaba ágilmente del
pupitre-, que son muchos los invitados que han de venir! ¡Vamos, Dick!
¡Muévete, Ebenezer!
Raudos como centellas, los dos jóvenes aprendices se pusieron manos a la
obra con el brío y la energía de un par de corceles. En un santiamén estuvo
todo listo: muebles a un lado, suelos barridos y fregados, lámparas avivadas y
adornadas con muérdago, abundante leño junto al hogar, convirtiendo el amplio
almacén en un acogedor y brillante salón de baile, inmejorable para una noche
de invierno como aquella.
Entró un violinista con su libro de partituras bajo el brazo, encaramándose
al sobresaliente pupitre y comenzó a afinar el instrumento, sonando, todo sea
dicho, como un dolor de estómago. Llegó la robusta y animada señora Fezziwig,
acompañada de sus tres hijas, unas señoritas tan adorables como radiantes.
Entraron los seis jóvenes pretendientes cuyos inexpertos corazones ellas habían
roto. Se adentraron todos los hombres y mujeres empleados en la empresa. También
una sirvienta con su primo el panadero. Entró la cocinera, felizmente
acompañada por el mejor amigo de su hermano, el lechero. Con disimulo, tras los
pasos de una moza de la que se sabía que su señora le daba tirones de orejas,
llegó el chico del comercio de enfrente, del cual se decía que su patrón no le
daba comida suficiente. Todos, uno tras otro, fueron entrando. Algunos con
timidez, otros con descaro. Unos con evidente elegancia, otros con cierta
rudeza. Hubo quien entró empujando y no faltó, pobre criatura, a quién empujaron.
Todos, cada uno a su manera, entraron. Y allí se congregaron, al melódico
compás del violín, veinte parejas, dando media vuelta con las manos hacia
adelante y, de espaldas, vuelta hacia atrás, reverencia al frente y tras la
leve inclinación, de nuevo erguidos. Dieron vueltas y revueltas en simpática y
afectuosa agrupación, desligándose la pareja que va en cabeza y ocupando su
lugar la siguiente, hasta que todas, con más o menos orden, se hubieron situado
en la delantera. El viejo Fezziwig dio unas palmadas, cesó la música y exclamó
satisfecho:
-¡Muy bien! ¡Pero que muy bien!
El exhausto violinista hundió su acalorado rostro en un amplio bol de
cerveza fresca. Aquel respiro lo convirtió en un hombre nuevo; y sin perder un
instante volvió al pupitre y a su música.
Hubo más bailes, juegos de prendas, y más bailes. Y, entremedias, tartas de
manzana, merengues con castañas glaseadas, olorosos pasteles de carne picada y
especiada, ponches para todos los gustos (el de huevo recibió más elogios que
ningún otro), espumosas cervezas, aromáticas piezas de carne horneada cuya
guarnición estaba para chuparse los dedos, y frutas escarchadas que hicieron
las delicias de los más golosos. La guinda del pastel se la reservaba el competente
violinista, un viejo zorro que se las sabía todas, sorprendiendo a la
concurrencia con la más arrebatadora interpretación del Sir Roger Coverley que se haya escuchado a ese lado del Támesis.
Al sonar las primeras notas, el viejo Fezziwig se apresuró a sacar a bailar
a la señora Fezziwig, encabezando la jovial danza. Volando, las demás parejas
se colocaron como corresponde, pues, aunque algunas de esas personas apenas
sabían cómo andar, eran diestras en lo que a bailes se refiere. Con todo, los
anfitriones estuvieron espléndidos. No se me ocurre mejor calificativo para
definir la desenvoltura de la pareja en este arte. Si este elogio fuera
insuficiente, dime tú, lector, otro que haga justicia a los Fezziwig y con
gusto lo emplearé. Las pantorrillas de él se entregaron con tanto empeño a la
coreografía que sus medias brillaban como luz de luna en cada ejecución. Tras
reverencias, tirabuzones, avances y retrocesos, saludos y paseos de la mano de
su señora, el viejo Fezziwig deleitó a los asistentes con un brinco,
popularmente conocido como entrechat,
ejecutado con una gallardía y precisión tales que parecía que sus piernas se trenzaban
antes de clavarse, sin vacilación alguna, en el suelo. Con semejante remate, el
baile navideño se dio por concluido. Habían dado las once cuando el señor y la
señora Fezziwig tomaron posiciones a ambos lados de la puerta, y fueron, uno a
uno, estrechando la mano y felicitando la navidad a todos los invitados que
iban abandonando el salón. Los últimos en irse a descansar fueron los
aprendices.
Durante todo el tiempo, el viejo Scrooge había estado contemplando, con el
alma enteramente puesta en ello, tan antigua escena. Su corazón se mantuvo
agitado como el de un niño hasta que su amigo Dick y su yo pretérito
desaparecieron. Como puedes imaginar, Scrooge había recordado y sentido todo lo
que sus ojos tuvieron ocasión de ver. Entonces cayó en la cuenta de que el Espíritu de las Navidades Pasadas lo
miraba intensamente, al tiempo que la vívida llama que silenciosa flameaba
desde su cabeza lo iluminaba con deslumbrante claridad.
-Con qué poco –dijo el espíritu- se sienten agradecidas esas gentes.
-No es algo que dependa de unas pocas libras –contestó Scrooge como si
fuese su yo pasado y no el presente-. Fezziwig poseía algo muy valioso, la
facultad de hacernos felices.
-¿Facultad? –preguntó el espíritu-. Querrás decir la voluntad.
-Cierto. El afán de hacer que nuestro trabajo fuese agradable, un placer
casi. Su voluntad tomaba forma en las palabras y en las miradas. En la actitud
de ambas; en cosas tan sencillas y sutiles que la dicha proporcionada vale más
que cualquier fortuna.
Scrooge advirtió la mirada del espíritu y se calló.
-¿Qué sucede, Ebenezer?
-Nada en particular. Es sólo que me gustaría tener la oportunidad de
decirle un par de cosas a mi escribiente, Bob Cratchit. Eso es todo.
Mientras formulaba este deseo, el espíritu dijo:
-Mi tiempo contigo está pronto a concluir. Déjame mostrarte algo más.
Y dicho esto, Scrooge volvió a verse en una escena del ayer. Ahora era un
hombre en la plenitud de su existencia. Su rostro aún no estaba cincelado por
la brusca acidez y el agarrotamiento que tendría en años venideros, pero
comenzaban a aparecer los primeros signos de ansiedad y mezquindad. Sus ojos
empezaban a moverse codiciosos, arrastrados por un glotón apetito de cosas
mundanas, dejando entrever la agria y terrenal pasión que en él estaba
germinando y que crecía cada día más.
Aquel pretérito Scrooge no estaba solo. Junto a él estaba sentada una joven
en cuya vidriosa mirada brilla la luz del Espíritu
de las Navidades Pasadas. Ella dijo con voz suave y reposada:
-Querido Ebenezer, he visto cómo tus más nobles ideales han ido
sucumbiendo, uno tras otro, hasta ser abrasados por el voraz afán de la
ganancia. Años atrás, cuando nos comprometimos, eras otro hombre.
-Era un jovenzuelo –dijo él- sin nada en los bolsillos. ¿Por qué condenas
con severidad la búsqueda de la riqueza? Contigo nada ha cambiado, Belle.
La joven negó con la cabeza.
-Otro ídolo me ha suplantado en tu corazón.
-¿Qué ídolo?
-Uno de oro. El dinero ha cambiado tu naturaleza. Mi amor ya no es valioso
a tus ojos. Aquella que te prometió felicidad cuando no éramos más que un solo
corazón, se siente desdichada al ver que ahora somos dos. Por eso te devuelvo
tu libertad. ¡Que seas feliz con la vida que has elegido, Ebenezer!
Ella lo dejó y se separaron.
-¡Espíritu –clamó Scrooge con la voz quebrada-, te lo ruego, no quiero ver
más! ¡¿Por qué te deleitas torturándome?!
-Te dije que son las sombras de lo que ha sido. No me culpes a mí, pues son
lo que son.
En realidad, lo que martirizaba a Scrooge era no poder revivir de otro
modo, más juicioso, aquella escena. Su aflicción nacía de saber que la pérdida
del amor de Belle encarnaba el último destello de vida que le quedaba en el
carácter. Una vida que palidecía derrotada, apagándose ante su triste mirada.
-¡Sácame de aquí, espíritu! –bramó-. ¡No lo resisto!
De inmediato, Scrooge regresó a su dormitorio. Solitario se arrastró hasta
la cama, pues estaba, en todos los sentidos, agotado. Confuso por la intensidad
de lo vivido, no sabía si sentirse agradecido o condenado. Gimiente y
encadenando suspiros, corrió las cortinas y cerró los ojos. Por su mente se
sucedían las deliciosas y desgarradoras imágenes de los seres a los que había
querido y perdido y, sin darse cuenta, cayó en un profundo sueño.
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